UN PROFESOR: CUERVO, A CINCO AÑOS
Por: Rubén Carrillo Ruiz
Hace un lustro falleció Miguel Ángel Cuervo, cuya trayectoria ejemplificó el perfil de un profesor necesario, vigente, para cualquier tiempo educativo. Sus cuatro décadas en la enseñanza dejaron huellas en todas las generaciones del Centro de Educación Artística. Llegó a mediados de los setenta y su personalidad cosmopolita irrumpió en el ámbito cultural de Colima.
Trajo una visión abierta de las artes, acercó la música, la gastronomía, el cine, la fotografía y el teatro a innumerables alumnos. Abrió su casa, enorme biblioteca y, con un manejo desbordante del lenguaje, intervino de manera decisiva en la formación integral de muchos. Soy deudor perenne de su generosidad pedagógica.
Recuerdo a Cuervo por su ausencia, indudable. También porque su comportamiento didáctico aún es actual, moderno, sobre todo ahora que está en boga y rechazo la evaluación profesoral, consecuencia de la reforma educativa y el maremágnum informativo tiene nulo margen para el quehacer profesoral en tiempos levantiscos para la razón y un debate inaplazable.
Los datos fidedignos se pulverizan con la piromanía de protestas violentas de la disidencia magisterial y discursos oficiales. Sin embargo, el punto esencial queda entre esquirlas y humo: la formación de millones de personas. Eufemismos van, eufemismos vienen, y una reforma, la educativa, impide acuerdos mínimos para su cauce y evolución sin retrocesos.
El desastre educativo nos implica a todos. Una palabreja, calidad, se desgasta en discursos vacíos. Se habla tanto de ella que creen tenerla, pero su ausencia lastra cualquier pronóstico bonancible en el mediano plazo. Por eso, un remedio para el mal educativo radica en el bosquejo de un profesor como Miguel Ángel Cuervo.
Los contornos prácticos se dibujan con las palabras de George Steiner: “ponen una obsesión en el camino de sus discípulos, prestándoles un libro, quedándose después de las clases, dispuestos a que vayan a buscarlos. La dinámica es la misma: construir una comunidad sobre la base de la comunicación, una coherencia de sentimientos, pasiones y frustraciones compartidas. En la persuasión, en la solicitación, aunque sea del género más abstracto y teórico, es inevitable un proceso de seducción, deseada o accidental. El maestro, el pedagogo, se dirige al intelecto, a la imaginación, al sistema nervioso, a la entraña misma de su oyente. El pulso de la enseñanza es la persuasión. El profesor solicita atención, acuerdo y, óptimamente, disconformidad colaboradora. […] En realidad, como sabemos, la mayoría de aquellos a quienes confiamos a nuestros hijos en la enseñanza, a quienes acudimos en busca de guía y ejemplo, son unos sepultureros más o menos afables. Se esfuerzan en rebajar a sus alumnos a su propio nivel de faena mediocre. […] La auténtica enseñanza es la imitatio de un acto trascendente o, dicho con mayor exactitud, de descubrimiento, de ese desplegar verdades y plegarlas hacia dentro […] Desde la autoridad pedagógica se ha sostenido que la única licencia honrada y demostrable para enseñar es la que se posee en virtud del ejemplo. La auténtica enseñanza es una vocación. Es una llamada. Enseñar con seriedad es poner las manos en lo que tiene de más vital un ser humano. Es buscar acceso a la carne viva, a lo más íntimo de la integridad de un niño o de un adulto. Un maestro invade, irrumpe, puede arrasar con el fin de limpiar y reconstruir. Una enseñanza deficiente, una rutina pedagógica, un estilo de instrucción que, conscientemente o no, sea cínico en sus metas meramente utilitarias, son destructivas. Los buenos profesores, los que prenden fuego en las almas nacientes de sus alumnos, son tal vez más escasos que los artistas virtuosos o los sabios. Los maestros de escuela que forman el alma y el cuerpo, que saben lo que está en juego, que son conscientes de la interrelación de confianza y vulnerabilidad, de la fusión orgánica de responsabilidad y respuesta son alarmantemente pocos.”