Corrupción: antítesis de las fallas institucionales de México
Juan González García*
En la actualidad (2016) México se encuentra en los primeros lugares de la nada deseable lista, que generan de los principales organismos e institutos internacionales, que clasifican el grado de corrupción de los países donde ésta permea, por así decirlo en las venas y ácido desoxirribonucleico (ADN) de la sociedad.
Para las autoridades del país, incluyendo al propio Presidente de la República vigente así como a diversos intelectuales y organismo nacionales como transparencia internacional (TI) o el instituto mexicano para la Competitividad (IMCO), este es un mal cultural. Con ello, se justifica el que no se avance en la lucha contra este mal endémico. O peor aún, que se justifique la impunidad en la que incurren diversos personajes tanto de la vida pública como privada del país.
Es decir, al aceptar y postular que es un fenómeno cultural, se está asintiendo que es algo muy pero muy arraigado en las personas a grado tal, de querer aceptar que es parte de su naturaleza. Nada más falso que ello. Aceptar que yo soy corrupto porque es una práctica común y socialmente aceptada y que lo mismo lo hacen y han hecho en el pasado mis familiares, mis compañeros de escuela, o de trabajo o de equipo, o de la empresa y compañía, etc., etc., me coloca en la antesala del inframundo de la involución social y fuera de toda posibilidad de la búsqueda de su erradicación.
Se sabe que la corrupción al ser un mal social, está presente en todos o casi todos los ámbitos de la vida social organizada y en todas las esferas de la propia actuación social. Lo mismo está en la familia, en la escuela, en el trabajo, en el gobierno, en la empresa y, obviamente, en la calle. Es en cada una de estas instituciones en donde se presenta y paradójicamente, somos las propias personas quienes la incentivamos, al participar en ella como si estuviéramos en un mercado: a toda oferta corresponde una demanda a satisfacer a un determinado precio y entre mayor sea el precio, mayores serán los incentivos para ser parte de ella.
Por otra parte, el decir que la corrupción es un mal (por qué no puede ser un bien), que data quizá desde la independencia o el México postrevolucionario, no resuelve el problema y, por el contrario, se contribuye de alguna manera a su aceptación social como un mal necesario.
Ciertamente es un mal que ha permeado en diversas generaciones de mexicanos cuando menos desde mediados del siglo XX, que es el referente temporal del que se puede hablar, sin necesidad de documentar a profundidad el mal.
México, como país subdesarrollado, presenta la característica de ser un país en donde las fallas y lagunas institucionales, han permitido que la corrupción siente sus reales en la población que, al amparo de puestos públicos e incluso de cargos rimbombantes como los directores generales de empresas o gerentes generales, realizan prácticas de corrupción para favorecerse asimismo o a la empresa, organismo o dependencia que poseen o en la cual trabajan y que ayuda a reproducir su actuación inmoral. La corrupción es en esencia la oportunidad que brinda el marco institucional ineficiente, para que se presente el acto de violentar el orden institucional, so pretexto de agilizar o resolver determinados asuntos. Afecta, según la fuente que se quiera tomar como referencia, entre un 8% a un 13% del Producto Interno Bruto (PIB) del país. Cantidad, que alcanzaría para financiar cualquier gran proyecto de largo alcance para el desarrollo nacional intergeneracional del país.
Aunque obviamente la corrupción tiene innumerables facetas, ésta se presenta en donde las reglas escritas y no escritas de la sociedad la incentivan, aunque parezca paradógico. Cuando la incentivan, pues simple y llanamente, no existe el brazo que castiga a los infractores de las instituciones, incluyendo dentro de estas a las leyes formales de la regulación de los actos sociales, sean estos públicos o privados.
Considerando que la corrupción ha estado presente en México por años, décadas y hasta siglos, no se resolverá de la noche a la mañana ni en unos cuantos años. Luchar contra ella y tratar de, si no erradicarla, sí reducirla, será una gesta semejante a las grandes conflagraciones internas que ha tenido México en su historia independiente y postrevolucionaria. Es por así decirlo, la nueva guerra de reforma del siglo XIX o la nueva revolución social, del siglo XXI. Pero mientras en esas gestas los rivales estaban bien reconocidos; la iglesia y la clase política y terrateniente, en la actualidad, la confrontación será contra nosotros mismos. ¿Será ello posible? La respuesta es sí.
Obviamente, decir que es una gesta o guerra, es una metáfora o paralelismo, ya que no se está pugnando por una confrontación bélica entre la misma sociedad mexicana o algo por el estilo. No, lo que quiero decir, es que será algo semejante a un evento social de tal magnitud, que necesariamente tendrá que cimbrar a la misma sociedad para su, por llamarlo de alguna manera, regeneración. Y ¿cómo será esto posible? Como ya lo planteamos al inicio, con instituciones eficientes; robustas e reglas formales e informales que se cumplan y no den pie a lagunas o pantanos de no actuación o incertidumbre.
Solo con instituciones eficientes, modernas, vigorosas y de gran visión, la sociedad mexicana podrá aspirar a sentar las bases para un cambio fundamentacional de su población y sociedad, para reconstituirse sobre una base de credibilidad y certeza, que hagan a la gente volver a creer y comportarse de manera recta, honesta, íntegra y ética, valores sin los cuáles la sociedad mexicana está condenada al ostracismo de la corrupción, por los siglos de los siglos.
*Dirección General de Divulgación Científica de la Universidad de Colima