Por: Juan Carlos Yáñez Velazco
La caravana de los expulsados
En 2012, una decisión histórica del Congreso de la Unión determinó que en 10 años la educación media superior sería universal.
En el ciclo escolar 2022 todos los niños y adolescentes con edad de cursar la educación media superior (15-17 años) deben estar inscritos en una escuela.
Después de los aplausos [antes, es verdad], vinieron las preguntas: ¿es posible lograrlo?, ¿qué políticas educativas de largo aliento lo favorecerán?, ¿cuánto dinero y programas auténticamente estratégicos se destinarán? Muchas más se desataron. Por ejemplo: si la secundaria se decretó obligatoria en 1992 y, por tanto, ya tendría que ser universal, por qué todavía no se alcanza en el país 26 años después. Entre paréntesis, en Colima, la cobertura de secundaria en el ciclo escolar 2016-2017 fue de 98%. Es verdad. Son casi todos, pero no son todos.
En la perspectiva nacional, en una población de millones, 2 o 3 por ciento son muchos miles. En 2015, según INEGI, en el país había 4,763,862 niños de entre 3 y 17 años fuera de la escuela.
¿Cuánto décadas del siglo 21 le llevarán al país alcanzar la cobertura universal en el tipo medio superior? No pocas. En el ciclo escolar 2015-2016 la cobertura fue de 73.2%. Pero ese promedio es relativo: en las zonas rurales el porcentaje desciende 10 puntos; entre los hablantes de lengua indígena, solo el 63.9% pudo llegar al bachillerato, y en las personas con discapacidad, apenas el 55.8%.
¿En Colima? Las cifras son un poco más alentadoras respecto a la media nacional. Del grupo de edad acceden 76 de cada 100. Repito: 76 de cada 100. ¿Qué significa esto? Que cuando faltan cuatro años para universalizar la enseñanza media superior, en Colima se quedaron fuera 24 de cada 100 personas. No es bagatela, sobre todo, cuando nos preguntamos: ¿qué hará el estado mexicano para acelerar el proceso de incorporación y la permanencia?
Este no es un reto menor, pero hay otro, de tremendas complicaciones. Algunos le llaman deserción. Prefiero abandono escolar, aunque, si somos estrictos, se parece a la expulsión. El problema es nacional. La caravana de los expulsados de la escuela es descomunal. Las cifras más recientes del Instituto Nacional para la Evaluación de la Educación la estiman en más de 770,000 estudiantes cada año. 7 millones en una década. ¿Más ilustrativo? 3,850 alumnos abandonan cada día las escuelas de media superior, durante 200 días al año del calendario escolar. ¿Alguien puede sentirse indiferente?
En la entidad los resultados no alientan demasiado optimismo. La cifra de abandono escolar es más alta que el promedio nacional. Entre los ciclos 2013-2014 y 2015-2016, el abandono en el país fue variable; en Colima, aumentó: de 14.9 a 15.4%. ¿Qué significa? Que pasamos de 4,100 estudiantes expulsados a 4,400 por año. En otras palabras: cada día, 22 alumnos abandonan los bachilleratos en Colima. Entre los distintos subsistemas, el universitario presenta mejores cuentas, con una tasa de abandono menor al 8%, mientras los colegios privados son abandonados por 1 de cada 4 estudiantes.
Esa es la caravana desesperanzadora de los expulsados del bachillerato. Ningún país medianamente democrático o justo puede permitirse indicadores tan terribles que cancelan posibilidades de vida digna. Hoy, que los ojos del país y del mundo observan la caravana centroamericana en nuestro país, tendríamos que examinar con preocupación [y algo más], las caravanas de niños, adolescentes y ciudadanos que sufren el éxodo escolar hacia ninguna parte y con la bandera de la desesperanza.
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