Diario de Educación
Por: Juan Carlos Yáñez Velazco
El anuncio de los festejos por el 80 aniversario de la Universidad de Colima es bienvenido. Hay razones para celebrar al interior de la institución y en la sociedad. Sus varios miles de trabajadores, los más de 25 mil estudiantes y no sé cuantos millares de egresados tendremos alguna motivación para recordarla.
Junto a las fiestas del aniversario que programará un comité, desearía encontrar espacios académicos plurales para pensar la universidad, lejos de los cartabones de informes de labores o documentos institucionales para otros fines, mezclando actores internos e invitados, estudiantes y egresados, profesores y organizaciones sociales. Todos, pensando para construir, no para complacer.
Hacer de la universidad el gran espacio deliberante sería una forma extraordinaria de plantarse frente a la sociedad para decir: así estamos, esto somos, en este momento específico y aspiramos a otros horizontes, sobre todo, porque el periodo rectoral entra a su fase final y la coyuntura tendrá exigencias nuevas.
La universidad que tenemos es producto de la historia, del trabajo intelectual, cultural y material de miles de personas que han pasado por ella; la Universidad que legaremos en las próximas décadas será resultante de lo que hoy hagamos. Ese ejercicio de enorme responsabilidad social no puede realizarse desde la condescendencia, ni la falta de rigor. Tiene que arraigarse en el pensamiento, el ejercicio analítico y el diálogo, incluso, la discrepancia. Pensamiento único es contrasentido, enseñó José Saramago.
El contexto de las universidades públicas mexicanas es inédito. La aprobación del marco jurídico que regulará la educación en el país, especialmente la gratuidad y obligatoriedad de la enseñanza superior, plantea desafíos para los cuales las respuestas del pasado son estériles.
En el 70 aniversario de la Universidad, al recibir el doctorado honoris causa en la magna ceremonia celebrada en el Teatro Universitario, Ángel Díaz-Barriga leyó un texto con el título: Pensar la universidad de cara al siglo XXI. Una obligación intelectual, social y ética. Es una defensa de la universidad como institución pública, autónoma, y de la educación como bien social y derecho humano. Reivindicación de la capacidad de pensar como obligación y privilegio de la universidad y los universitarios.
También es espejo. En lo que llama la “era de políticas de calidad”, el gobierno federal, por razones de presupuesto, conformó un discurso que contrapuso calidad y cantidad. Reconocía que más mexicanos habían ingresado a la educación superior, pero descuidado la solidez de los proyectos educativos. Un discurso que avasalló en aquellos años noventa, cuya inspiración podría encontrarse en el documento “Educación superior. Lecciones de la experiencia”, publicado por el Banco Mundial en 1994.
En el marco de tales políticas, la universidad de las primeras décadas del siglo XXI, asegura Díaz-Barriga, “está más preocupada por el logro de indicadores, a través de los cuales las autoridades locales o los organismos acreditadores juzgan sobre lo que se puede considerar un programa o una institución de calidad”. Reconoce bondades, como la elaboración de planes más realistas y participativos, con mejor operación del presupuesto para los proyectos académicos, pero su balance es crítico.
La educación superior es parte sustantiva del futuro de las naciones, subtitula una de las partes finales del discurso. Luego, nos comparte su lección más trascendente, que sigue vigente como obligación e invitación al mismo tiempo: “repensar el sentido de la institución universitaria, repensar su futuro”, esto es, reconocer logros, el aporte de las políticas, pero también insuficiencias. Pondera, con Michel Freitag, la “función civilizatoria de la universidad”.
Su cierre es una provocación intelectual: ¿cuál es el compromiso civilizatorio que tiene la universidad en este momento? ¿Podrá la universidad dar el paso que la historia hoy demanda?