A manera de presentación

Diario de Educación 
Por: Juan Carlos Yáñez Velazco

En estos días publicaremos el libro Lecciones y reflexiones. Mi vida en el Instituto, editado por Puertabierta. Para compartir un poco del contenido, les dejo las primeras páginas. Ojalá les interese la lectura de este cuaderno de apuntes del tránsito por el Instituto Nacional para la Evaluación de la Educación.

Esto no es un diario

Zygmunt Bauman comienza su libro Esto no es un diario explicando las razones de escribirlo. En la primera entrada, fechada el 3 de septiembre de 2010, recoge un fragmento de José Saramago [Ensayo sobre la ceguera] a quien, confiesa, estaba descubriendo como fuente de inspiración: “Creo que todas las palabras que vamos pronunciando, todos los movimientos y gestos […] que hacemos, cada uno y todos juntos, pueden ser entendidos como piezas sueltas de una autobiografía no intencional que, aunque involuntaria, o por eso mismo, no es menos sincera y veraz que el más minucioso de los relatos de una vida pasada a la escritura y el papel”.

Un diario se escribe en principio para sí, asegura Silvia Adela Kohan. Esa idea nunca se hospedó más de una noche en mi cabeza. Siempre pensé que debía compartir el resultado de este ejercicio de la memoria. Por eso, tuvo más lectores y críticos que ninguno de mis anteriores proyectos, porque siendo personalísimo, no quería que fuera un diario íntimo, ese artefacto donde, dice Kohan: “escribes tus pensamientos, tus lamentos, recuentas una situación del día y lo haces como registro, sin ir más allá del registro, sabiendo que tu acompañante es el que te inventas y te representa”.

Esto no es un diario. Según la Real Academia Española, diario es el “relato de lo que ha sucedido día por día”. Los diarios cuentan el acontecer cotidiano, cazando minucias y grandes acontecimientos, registrando la cotidianidad, aquello que el autor quiere mostrar, lo que quiere compartir para sí o para otros. Se escribe cada mañana o cada noche, cuando el autor tiene tiempo y ganas, los días que le apetece, sin distingos entre jueves o domingos, sin descanso lunes o sábados, en Navidad o Semana Santa, en vacaciones. Queda en el autor la decisión de abrirlo cada mañana o cada noche, los días que decide, a condición de que las cosas contadas estén frescas. Eso supone quien escribe estas páginas.

Este no es un diario, queda dicho. Si hay que colocarle una etiqueta, entonces podría ser una memoria, o un cuaderno de recuerdos, o un ensayo alejado de cánones académicos, sin pies de página, sin citas ni entrecomillados de revistas científicas y libros doctos. Abreva en la memoria, el recuerdo personal, falible, porque se construye de las formas en que cada uno percibe, recoge, procesa y luego recuerda con amargura o alegría. Me seducen, por ello, las palabras de Luis Buñuel, contadas por su guionista, Jean-Claude Carrière: “El pasado son hechos que realmente han sucedido, pero la memoria es un acto de hoy que siempre transforma ese pasado”.

Eventualmente consulté algunos documentos cuando obligaba la precisión, pero es registro personal, testimonio y asidero, hipótesis, hasta terapia para aquilitar tres años de mi vida y los avatares de una institución muerta precozmente. Así viví la historia, desde adentro y en un punto de la geografía.

Esta memoria o cuaderno de recuerdos nació la mañana de un diciembre inusitadamente frío, el día 21, para ser exacto, mientras limpiaba y ordenaba libros. Pudo ser sábado o jueves, pero fue viernes, porque en esos días brotan algunas ideas que saben, no sé cómo, que por la tarde o noche, al día siguiente o el domingo, tendré algunas horas para sentarme frente a la computadora y deslizarme sobre sus teclas cuando el párrafo inicial tiene punto final en la imaginación. Cuando la paciencia gana la partida, cojo un papel en blanco, una pluma y me siento, parsimonioso o exaltado, a escribir, mientras las letras o rayas que tachan una palabra distraída aceleran los impulsos y las ideas fluyen como las esbozaba, o se rearman.

Aquella noche, luego de compartir la cena con mi hijo y ver una película juntos, lo dejé acostado en el sillón, me despedí y abrí la computadora. Lo primero fue elegir un tipo de letra novedoso. El título, que luego se convirtió en subtítulo, estaba decidido. Las palabras fueron apareciendo en la pantalla y conforme se engarzaban, salían y salían y salían sin parar, un manantial que sólo detuvo el recuerdo del pequeño Juan Carlos sentado frente a la televisión, feliz, sin percatarse, como yo, del tiempo transcurrido.