APUNTES PARA EL FUTURO
Por: Essaú LOPVI
Si tuviéramos que explicar de manera simple lo que sucede tras cada homicidio en México, podríamos recurrir al efecto bola de nieve.
En los últimos años, México ha experimentado un aumento alarmante en los homicidios dolosos, alcanzando cifras históricas durante la administración federal del presidente Andrés Manuel López Obrador, con 174 mil 657 homicidios registrados hasta el 20 de diciembre.
Aunque estas cifras no son nuevas para ningún mexicano, quisiera analizar esta crisis de seguridad más allá de los números fríos.
La realidad es que cada uno de estos actos violentos tiene un impacto que trasciende la víctima directa, dando lugar a una multiplicación exponencial de dos sentimientos perturbadores: el odio y el miedo.
Cada homicidio no solo se traduce en la pérdida de una vida, sino que también desencadena una reacción en cadena de emociones destructivas que se propagan como ondas expansivas a lo largo de los círculos familiares y amistosos de la víctima.
La teoría que planteo sostiene que, por cada homicidio, el odio o el miedo se multiplican de manera inmediata y exponencial, afectando a padres, hermanos, tíos, primos, amigos y conocidos.
Esta multiplicación emocional no sigue una fórmula matemática precisa, pero es innegable que la violencia tiene un efecto devastador en la psique colectiva de la sociedad mexicana.
Si consideramos -conservadoramente- un factor multiplicador de 10 para cada homicidio, la cifra resultante revela un nivel alarmante de ciudadanos que viven entre el miedo y el odio, alimentando un ciclo vicioso de violencia y desconfianza en el país.
El miedo, -como una sombra oscura-, se cierne sobre las comunidades afectadas. Las familias se ven obligadas a restringir su movilidad, a vivir con el constante temor de convertirse en las próximas víctimas incluso se ven obligados a abandonar su patrimonio y su lugar de residencia.
El miedo se traduce en una pérdida de libertad, una sensación de vulnerabilidad que pervade la vida diaria de aquellos que lo experimentan de manera directa o indirecta.
Por otro lado, el odio, surgido de la impotencia y la injusticia, se convierte en un veneno que corroe los cimientos de la sociedad. Las tensiones entre comunidades aumentan, y la desconfianza se instala como un elemento omnipresente.
La pérdida de seres queridos a manos de la violencia crea un terreno fértil para la desesperanza y la rabia en busca de justicia o venganza, alimentando la espiral descendente de la convivencia pacífica.
México no solo enfrenta una crisis de seguridad en términos de cifras frías y distantes. La violencia, expresada a través de los alarmantes números de homicidios, tiene un impacto humano y emocional que desestabiliza la cohesión social. Esta teoría de que cada homicidio multiplica el odio y el miedo de manera exponencial resalta la urgencia de abordar no solo las cifras, sino también las raíces profundas de esta problemática.
Desafortunadamente para mí como ciudadano y periodista, lo puedo ver, palpar y sentir no solo desde lo nacional. Nuestro entorno local no es para nada alentador, vivimos en el estado de Colima, el más violento de la República. Por si fuera poco tenemos la ciudad más violenta no solo de México sino el mundo -por el número de homicidios por cada 100 mil habitantes-, Colima capital.
Hasta el corte del 14 de diciembre de este 2023 de la Mesa de Coordinación Estatal para la Construcción de la Paz y la Seguridad del Estado de Colima, se tenían contabilizados 885 homicidios dolosos en el estado, apenas a 3 de rebasar el récord del 2022. Para el momento en que estoy escribiendo está columna seguramente ya se superó al 2022, pero las cifras oficiales deberán esperar hasta después navidad, obvio.
La construcción de un entorno seguro y justo requiere un enfoque multidimensional que abarque desde la prevención del delito hasta la atención integral a las víctimas y sus familias. Solo así México podrá liberarse de la espiral destructiva del odio y el miedo que está destruyendo a sus ciudadanos.