Sobrevivientes

Para saciar mi sed
Por: Ivonne BARAJAS

Me caen mal las navidades y los años nuevos. Y un poco menos, aunque también me caen mal, mis cumpleaños. Las fechas “especiales” me causan una inconmensurable presión por sentirme radiante, dichosa, sonriente. ¿Y quién soy yo para negarme al llanto, la melancolía o el enojo si ese día ha sido azul?

De niña no había estos problemas; estaban otros pero no estos: la mamá me llevaba a la mesa cuando era hora del pavo y se encargaba de que, a la mañana siguiente, un costado de mi cama amaneciera con envoltorios navideños. Para los cumpleaños lo mismo: mamá elegía al mimo, los pasteles, las piñatas; y yo me conformaba —con eso, en serio, era más que suficiente—, con extender las manos y recibir regalos. No había mucho que elegir; sólo estar donde la mamá eligiera que una debía estar. Pero he crecido y me corresponde a mí y nada más que a mí decidir qué quiero hacer, si es que quiero hacer algo, y en qué mesa quiero sentarme.

En las fiestas decembrinas se despliegan al menos tres opciones: la familia de sangre, la política y el hogar propio que con nuestros méritos, S&I hemos construido. Cada elección lleva sus retos: en un lado me enfrento a las secuelas de una separación matrimonial llena aún de desacuerdos, en el otro a una familia numerosa que, encima de la música, pone variedad de conversaciones sin que ninguna llegue a su fin…terminamos las nueras, las tías, los esposos, los cuñados, las sobrinas en un curioso juego de teléfono descompuesto; finalmente, si elijo mi hogar, el problema soy yo cuestionándome si no seré egoísta por evadir -otra vez- un encuentro familiar en una fecha además 100% familiar. El lugar de nuestra infancia para algunos es un mapa lleno de minas que no queremos volver a pisar, y ni el eco de la risa de Santa nos convoca…

De estas fechas me inquieta también la necesidad de despilfarre: el gasto inútil en regalos sin sentido; la voracidad con la que la gente acapara los insumos en Walmart, las filas descomunales en los supermercados, los villancicos hasta en la sopa, los conductores que creen que su prisa en más importante que cualquier otra prisa, la generosidad que sólo compartes con “los tuyos”. Las navidades despiertan, pues, el caos interior. La luz de estas fechas proyecta nuestra sombra, más gigante y más grotesca. Llegamos a la Nochebuena con vino y lomo mechado y ensalada de manzana; inseguros o deprimidos, diciéndonos feliz navidad.

Las fechas de cierre —los cumples y los años nuevos— me hacen volver, a consciencia, los ojos hacia adentro; reviso qué he hecho, qué evadí, con qué estoy agradecida, qué perspectivas han cambiado, cuál es mi intención, qué ha sanado y qué no. Es tan fuerte el caudal que probablemente termine presa de un desasosiego atroz. Por suerte, los días “especiales” pasan y después de ellos podemos volver a respirar con amplitud: el enojo vuelve a sentirse un derecho en lugar de un defecto; le damos la bienvenida a la amargura y nos reímos con ganas feroces. Vivimos lo que es sin sentirnos comprometidos a la dicha artificial. El día después del día especial tiene algo de glorioso: uno constata que ha resistido.

Felices fiestas, sobrevivientes.