APUNTES PARA EL FUTURO
Por: Essaú LOPVI
La alarmante cifra de 749 víctimas de violencia política desde el inicio del proceso electoral, revelada por la consultora Integralia, debería resonar como un grito de auxilio en nuestra sociedad.
Este incremento del 150.5% en comparación con las elecciones intermedias de 2021 no es solo una estadística; es un reflejo perturbador de la fragilidad de nuestra democracia.
Conforme nos acercamos a las elecciones más grandes de nuestra historia, con más de 98 millones de votantes convocados para renovar más de 20 mil cargos, el panorama electoral se ve ensombrecido por asesinatos, atentados, amenazas y secuestros.
El promedio de 2.8 víctimas diarias es una macabra constante que amenaza con normalizar la violencia en el ámbito político.
La cifra de 34 candidatos asesinados, que se eleva a 231 cuando incluimos a funcionarios, exfuncionarios y familiares, no solo es un ataque directo contra individuos, sino contra la esencia misma de nuestra democracia.
Las entidades más afectadas, Chiapas, Guerrero y Michoacán, parecen ser epicentros de una violencia que se extiende sin control y sin una respuesta contundente de las autoridades.
Es notable que Morena y sus aliados lideren en número de víctimas, con 61 homicidios, seguidos por el PRI y otros partidos de oposición. Esta violencia indiscriminada refleja una realidad en la que ningún partido está a salvo, y donde el acto de participar en la política se ha convertido en un acto de valentía y, tristemente, de riesgo mortal.
La democracia debe ser el espacio donde todas las voces puedan expresarse y competir en igualdad de condiciones. Sin embargo, la violencia electoral ha creado un ambiente en el que votar y ser votado está dejando de ser un derecho y se convierte en un privilegio. En algunas regiones del país, esta ya es una realidad palpable.
Los ciudadanos tienen el derecho de elegir a sus representantes sin miedo, y los candidatos deben poder ejercer su campaña sin temor a represalias violentas. La normalización de la violencia política no solo mina la confianza en el sistema electoral, sino que también debilita los cimientos de nuestra convivencia democrática.
No podemos esperar más, las autoridades deben hacer algo, tomar medidas urgentes y efectivas para proteger a los candidatos y garantizar un proceso electoral seguro y libre. La sociedad civil también debe alzar la voz para exigir un entorno donde la política no sea sinónimo de violencia.
Nuestra democracia está en juego, y cada víctima de violencia política es un recordatorio de que no podemos permitirnos ser indiferentes. La lucha por una democracia segura y justa es una responsabilidad colectiva que debemos asumir con determinación y urgencia.
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