Dislates
Por: Salvador SILVA PADILLA
Con mayor frecuencia de la que uno quisiera, uno se encuentra con personas de un optimismo exultante (escribí exultante, pero el lector puede cambiarlo por insultante sin problema). Uno no sabe qué detestar más de esas personas, si su exaltado entusiasmo o lo infundado de su jovialidad. Son personas, pues, que todo lo ven de color de rosa. Y más precisamente, de un rosa asqueroso(*).
Como remedio a ese tipo de personas recomiendo la lectura de «El arte de amargarse la vida», de Paul Watzlawick. Watzlawick, además de lo complicado de su apellido, era un connotado filósofo y psicólogo. Investigador de la Universidad de Palo Alto, en California. Publicó, entre otros, los libros «Teoría de la comunicación humana» y la obra «¿Es real la realidad?». En síntesis: este señor era un experto.
Debo advertir que esta obra no es para amateurs ni para diletantes. Es para personas que efectiva y profundamente quieren practicar el delicado y poco apreciado arte de amargarse la vida.
Hace algunos años, Sandy y yo íbamos al cine. Por desventura, nos topamos con una pareja que se vio a lo lejos y empezaron a correr uno en pos del otro, cada vez más cerca y cada vez más rápido. Justo un metro antes de que se encontraran, él dio media vuelta para tomar una flor, -la más hermosa y fragante que estaba en la jardinera-, completó la primera vuelta, abrazó a su pareja durante diez vueltas más a toda velocidad, al tiempo que se daban un beso de película. Al final, el mono todavía tuvo la desfachatez de entregarle la flor antes mencionada justo enfrente de nosotros (**). Sandy los vio a ellos y luego me vio a mí de arriba a abajo y reclamó: «¡Ya viste! ¿Por qué no eres espontáneo? Deberías de serlo aunque fuera un poco y de vez en cuando».
Y bueno ya estamos entrando en terreno pantanoso. Porque si pretendo ser espontáneo o, incluso, si tan solo TRATO DE IMAGINAR ser espontáneo, (reitero, imaginar lo que sea) por definición, justo en ese preciso momento deja de serlo. Peor aún, entre más pienso en actuar de manera impulsiva, menos lo puedo ser. Si al lector le ha ocurrido algo semejante. No lo dude: «El arte de amargarse la vida» es para usted.
Por otro lado, ¿usted nunca ha tenido la sospecha de que si no toda la realidad, al menos un segmento de ésta, un objeto cualquiera, la trae en contra suya de manera personal? Y enfatizo: de manera personal.
En mi caso es un semáforo. Me ocurre lo mismo si voy manejando, en taxi o si quiero atravesar a pie. Cinco cuadras antes de llegar y tratar de cruzar, yo ya sé que ese semáforo se va a poner en rojo para no dejarme pasar. Y lo hace incluso de manera intempestiva, brincando del verde al rojo sin pasar por el amarillo.
Durante esas cinco cuadras, imagino al semáforo medio oculto, entre los árboles, sonriendo para sí, hasta dando el pase a los autos que están antes que yo, excediéndose en el tiempo del siga, solo para evitar que le estorben y así él me pueda dedicar la función completa estando yo en primera fila. El semáforo al que me refiero es el que está ubicado en Nicolás Bravo y Rey Colimán. Para evitarme conflictos, ya no paso por ahí. Pero la confabulación de la realidad en contra mía, se extiende a las filas en el supermercado, el banco, o cuando voy a votar. En cuanto me formo, esa fila se vuelve más lenta que la Cuaresma. De hecho, mi concepción del infierno es hacer fila en un lugar que jamás se mueve un milímetro, por toda la eternidad.
Lo interesante resulta es que estos dos episodios (el de la imposibilidad de ser espontáneo si te lo piden, o el del semáforo que acecha) me ocurrieron a mí, antes e independientemente de que yo hubiese leído el libro. Como si el autor me lo hubiera escrito y dedicado.
Así pues, Watzlawick menciona estos dos episodios, los cuales entre muchos otros, nos van instruyendo para volvernos verdaderos protagonistas en el complejo arte de amargarnos la vida.
Termino con un episodio que me parece delicioso por lo funesto e inesperado. Una especie de instructivo para echar a perder la fiesta a los demás. Podría titularse el arte de amargarse la vida exclusivo para tías:
Cuando la víctima (o víctimas) están en medio de una reunión bebiendo y bailando (no tiene por qué ser una bacanal), la tía puede aparecer de la nada y exclamar: «!Tú con tus amigotes, emborrachándote con la música a todo volumen! ¿Cómo puedes estar de pachanga en estos momentos? ¿Acaso no sabes que Jesús murió en la Cruz por ti? ¿Acaso crees que Cristo se estaba divirtiendo?». !Listo! Así, el silencio se va extendiendo, la música se apaga y la fiesta se acaba en medio del desconcierto general.
Advertencia de uso: Se tiene mayor efecto, en Semana Santa.
Este episodio era infalible hace 30 años, ahora no sé qué tanto éxito tenga. Asimismo, ignoro qué recursos puedan utilizar las tías musulmanas o budistas, pero seguramente, por ser una especie muy evolucionada, algo se les ocurrirá, si no es que ya se les ha de haber ocurrido.
(*) Si hay un rosa mexicano, y un color fiusha -cualquier cosa que eso sea-, permítaseme definir las tonalidades del color rosa asqueroso. Es de la misma intensidad cromática que los pasteles y los vestidos de las quinceañeras. Y es también, igual de empalagoso, pero llevado a su máxima exacerbación (sic).
(**) Como lo podrá suponer el lector, me inspiré en esta escena, -almibarada hasta el hastío-, para acuñar el término de un «rosa asqueroso».