Mujeres y montañas

Para Saciar Mi Sed
Por: Ivonne BARAJAS 

Hablemos de zapatos.

El tenis izquierdo era azul marino y el derecho negro; calzado así se declaró listo: Vámonos. Eh, muy bien, nada más corrígete los zapatos. Exploró sus pies y me miró de vuelta sin descubrir el error. Se lo señalé. Ah. Silencio. Fue a su habitación y desde adentro: Entonces cuáles me pongo, pues. Intuí que no quería una opinión sino ayuda. Fui. Le di el tenis negro, le señalé cuál era el que debía retirar. Lo observaba. Un detalle tomó relevancia, “la importancia de cosas pequeñas y tontas”, como canción de Silvio: su manera de hacerse las agujetas. Un movimiento complejo e inexplicable; una síntesis de papá.

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El domingo caminé mucho.

Mientras observaba mis propios pies –que subían y bajaban pendientes o cruzaban el flujo de riachuelos–, venía como relámpago la imagen de papá. No toda su figura ni su nariz ancha ni su cabello rizado ni su barriga abultada sino esa fotografía mental que hice de sus pies: el izquierdo con tenis azul y el derecho con tenis negro.

Nos reunió allí, en Canoas, Manzanillo, el Primer Encuentro de Mujeres Senderistas que organizó la Universidad de Colima a través de la Asociación Colimense de Universitarias (ACU). Éramos más de 150 mujeres de diferentes colectivos dispuestas a explorar un fragmento de esa extensa área natural protegida –en total, 20 mil hectáreas– que alberga y salvaguarda más de mil especies nativas. Nos seducía la promesa de una cascada, el encuentro con árboles centenarios y el probable avistamiento de fauna en su hábitat: salamandras, nutrias, ninfas, tuzas o armadillos.

Canoas nos dio sus caminos, y nosotras le dimos nuestros pasos.

Diez kilómetros de sendero, de bosque templado, de cafetales, de humedad; inhalar y exhalar, inhalar y exhalar. La profundidad de cada respiración y la bondad del aire de la montaña remueve la dureza que vamos acumulando en los períodos de implacable rutina; y caminando te suavizas.

Aparecía una mariposa, un gusano, una telaraña, y los zapatos de papá; higueras, palmeras o encinos, y los zapatos de papá. Todas llevamos una historia, lo sabemos. Por eso las senderistas nos miramos con respeto. Juntas hacemos un tejido invisible de memorias y pasos, nuestro lienzo es la montaña.

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A mí me gusta caminar.

Camino para asimilar, para darme cuenta, para sudar la tristeza o la duda y tener diálogos imaginarios que terminan siendo confesiones de mí misma; camino para transitar la sombra, la brecha sin salida, el sendero boscoso donde casi no penetra la luz, el nudo inmenso al que no se le haya solución, y el canto tenebroso del ave desconocida.

Caminando una montaña, me siento una montaña. Con claros y oscuros, unos caminos amplios y otros que no permiten acceder. No importa. Nada importa, excepto moverse y respirar.

Sin forzarlo, tras largas sesiones de caminata descubro que viene una sensación de portentosa amplitud, de ancha perspectiva; como si miraras a tu casa desde la cima de una montaña.

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Las mujeres senderistas también somos la montaña.