ENTRE LÍNEAS
Por: Elinord Cody
En la vida política de cualquier país, el lenguaje importa, y la elección de las palabras que utilizamos para referirnos a quienes trabajan en el gobierno no es la excepción. Con frecuencia, solemos escuchar el término «funcionarios» para describir a las personas que, en teoría, desempeñan tareas y responsabilidades para el bienestar del pueblo.
Sin embargo, este concepto no es solo incorrecto, sino que confunde la esencia misma de su rol: un servidor público está al servicio de la gente que lo eligió o designó en su puesto, mientras que «funcionario» se ha convertido en un título que, en muchos casos, no tiene relación alguna con la “funcionalidad” que uno esperaría de ellos.
Los “funcionarios” muchas veces no funcionan, o no cumplen su cometido. Siguen ahí, visibles, trabajando en cargos que los mantienen en la nómina, sin mostrar resultados claros y, con frecuencia, alejados de las necesidades reales de la gente.
La diferencia entre funcionario y servidor público es más que un tema semántico; refleja la forma en que estos cargos deben ser entendidos y la responsabilidad moral que quienes los ocupan deberían tener hacia la ciudadanía. Un servidor público, en esencia, es alguien que trabaja para la comunidad, cuya primera responsabilidad es el servicio, no la mera permanencia o el privilegio de ocupar una silla dentro de la burocracia.
Debería ser la sociedad, el pueblo, quien exija que cada uno de estos servidores esté siempre al servicio, con un desempeño transparente y eficiente, comparable con el de cualquier profesional al que se le pide que cumpla un servicio bien hecho.
Los quehaceres de un servidor público se resumen en atender, gestionar y resolver los problemas y necesidades de la gente a la que representan. Desde quienes están en los niveles más altos de la administración hasta los empleados públicos en cualquier oficina de trámites, todos ellos comparten la misma responsabilidad: estar presentes, disponibles y en disposición de resolver, ayudar, orientar y facilitar procesos.
Sin embargo, la experiencia cotidiana de muchos ciudadanos muestra que a menudo reciben más trabas que soluciones. En un mundo ideal, los servidores públicos no solo harían su trabajo bien, sino que sentirían la urgencia y el compromiso con el cual los ciudadanos los eligieron.
¿Por qué, entonces, no pedírselo de la misma manera en que se exige a cualquier otro prestador de servicios? A un fontanero se le pide que repare las tuberías correctamente; a un carpintero, que entregue los muebles a tiempo; a un cerrajero, que haga el duplicado de una llave con precisión. Si el fontanero falla, se le llama para que repare el problema. ¿Por qué habría de ser distinto con los servidores públicos?
Como ciudadanos, hemos caído en una especie de modorra o conformismo que acepta las deficiencias en el servicio público como inevitables. Nos hemos acostumbrado a que las promesas no se cumplan y a que los trámites sean lentos, y con esta actitud, perdemos la oportunidad de reclamar el tipo de servicio que merecemos.
Si asumimos nuestra responsabilidad como ciudadanos y exigimos a los servidores públicos un desempeño acorde con su rol, si recordamos que su trabajo es para nosotros y no para un poder abstracto, estaremos avanzando en la consolidación de una democracia en la que el poder realmente radica en el pueblo.
Es hora de comenzar a nombrarlos por lo que son y lo que deben ser: servidores públicos, y, como tales, exigirles que sirvan con eficiencia, transparencia y verdadero compromiso.