PARASUBIDAS

Maestros de la juventud

Por: Rogelio Guedea

La distancia de mi país siempre me acerca más a mi país, me hace entrar y salir, siempre, en los vericuetos del recuerdo.

A veces hay recuerdos dulces, y otras no tanto.  La otra mañana me vino a la cabeza un recuerdo dulce que no quise dejar volar. Era el recuerdo de algunos maestros de cuando estudié en la Facultad de Derecho.

Maestros que se asieron al recuerdo que ahora me vino a la cabeza y lo hicieron renacer. Me refiero a mis maestros Guillermo Ruelas, René Rodríguez, Mario de la Madrid Andrade y Carlos Garibay Paniagua.

De cada uno de ellos tengo un recuerdo especial, que quizá ellos no recuerden ya. Pero yo sí, y eso es lo que importa: que uno deje en sus alumnos un recuerdo, una convicción, una fe. Yo creo que es bueno que les recuerde a estos maestros fundamentales ese recuerdo que tengo de ellos y que fue, desde entonces y para siempre, la piedra o cimiento sobre el que levanté la casa que ahora soy, y que me basta a mí solo no avergonzarme de ella. Del maestro Guillermo Ruelas tengo el recuerdo fijo de su fe irreductible en mí.

Cuántas veces no estuve en su casa conversando sobre la vida y sobre los libros que hablaban de la vida, y cuántas no entré con estos mis pasos titubeantes por esa puerta de su casa que siempre estuvo abierta para mí, y creo que para todos aquellos que fuimos sus alumnos. Del maestro Mario de la Madrid Andrade me queda, aparte de su sólida formación como jurista, aquel gesto que tuvo conmigo para la presentación de mi primer poemario, Los dolores de la carne, en el auditorio de la entonces Facultad de Derecho, siendo él director.

Una presentación tan entrañable como esta foto de aquel día que tengo ahora mismo entre mis manos.  Tenía entonces veintitrés años, era mi primer libro y no merecía, de verdad, tal cobijo. Sin embargo, basta un maestro sensible para darle a un sueño sin alas unos pies grandes para que no deje de caminar. Aunque él no lo crea (uno no siempre es lo que piensa de sí mismo), el maestro René Rodríguez fue una especie de tutor o  guía moral para mí.

Estoy (casi) seguro que no recuerda el hecho, pero se lo precisaré: en una ocasión que yo estaba en el cajero automático de Bancomer San Fernando rasguñando los pocos pesos que me quedaban en la cuenta (eran tiempos de tantas carencias), el maestro René Rodríguez, que pasaba por ahí, se acercó y me dijo contundente: “si necesitas algo, lo que sea, dime, Rogelio”.  No, gracias, licenciado, contesté.  ¿De veras?, insistió como si alguien le hubiera dicho que yo no iba a encontrar –como lo fue- ni un solo peso en mi cuenta. De veras, dije.

Este mismo sentimiento tuve de mi maestro Carlos Garibay Paniagua, quien una tarde me hizo llamar para preguntarme, visiblemente preocupado, por mi estado de salud, pues recuerdo que yo, debido a que estaba subiendo uno de los tantos caminos escarpados que me han tocado o me he impuesto, había enflaquecido más de lo debido.

Todo está bien, le dije. Y él: “si necesitaras apoyo… ”. Palabras que todavía siguen siendo un bálsamo para el que fui entonces y para el que sobrevive gracias a estos recuerdos. Y es que, cuando hablo de los maestros fundamentales me doy cuenta que no hay mejor educación que el ejemplo, sobre todo cuando éste toca las fibras humanas más íntimas, porque un conocimiento sin dimensión humana es mar sin aguas. A mí estos maestros –y otros que he tenido a lo largo de la vida- me enseñaron, sin ellos quizá darse cuenta, a luchar por la verdad y la justicia, a amar al prójimo y a la libertad, a ser amigo de la virtud y la sabiduría, a no tener miedo. Me enseñaron, pues, todo eso que no tuvieron  los maestros que olvidé.

P.D. Aunque no conozco a Jaime René Martínez Torres, agradezco en todo lo que valen sus profundas reflexiones morales sobre la madre y el arte de escribir.

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