Crónica Sedentaria
Por: Avelino GÓMEZ
A finales del siglo XIX, un azorado —pero poético— Alfredo Chavero, describió a la pequeña ciudad de Colima como una “virgen que duerme en un bosque de plátanos y de palmas, a las faldas de sus dos volcanes”. Quien fuera también arqueólogo y estudioso de la cultura prehispánica, prevenía a los viajantes que tuvieran cuidado con los ladrones que merodeaban por los caminos y calles de la ciudad.
Aunque extraña, la recomendación de viaje que en su momento hizo Chavero debió ser necesaria y oportuna. Si los visitantes venían puestos a ver la belleza de una ciudad inmersa en la vegetación paradisíaca, también tendrían que estar dispuesto a afrontar la posibilidad de ser asaltados. ¿Si París bien valía una misa, por qué Colima no podía valer un atraco?
En estas cosas reflexionaba —perder el tiempo en vaguedades es, en mí, un deporte— cuando al llegar a mi auto, estacionado en la esquina de las calles del Estudiante y Laguna de Amela, descubrí que un policía vial había puesto una boleta de infracción en el parabrisas. Todavía alcancé a ver al policía, trepado en su patrulla, mirando con beneplácito mi expresión cuando tomé la boleta entre mis manos y leí el motivo de la infracción: “por estacionar en una esquina”.
Si la realidad tuviera acotaciones, en ese momento hubiera aparecido un texto como este bajo esa escena: “El infraccionado lee la boleta, una ráfaga de viento agita las copas de los árboles; el policía observa al infraccionado y luego lanza una mirada al cielo mientras dice ‘se ha hecho justicia’”.
Quienes conocen las calles del Estudiante y Laguna de Amela sabrán que, a cierta hora del día, es imposible encontrar un lugar para estacionarse, porque los autos de la burocracia educativa lo invaden todo. Más todavía, se darán cuenta que estacionarse en la esquina en cuestión en inocuo, porque seis casas más allá ya no hay calle. Es una cerrada. Si acaso pasa un auto por ahí será porque se ha perdido o anda buscando, ilusamente, un espacio de estacionamiento. Así como yo. Ni modo.
Como buen ciudadano —ser ciudadano, en mí, es un gran defecto— decido que no hay más remedio, que Chavero tenía razón y que es mejor ir en ese momento a las oficinas correspondiente a pagar la infracción. Y quince minutos después, aún desorientado, estoy frente a una juez cívico. La juez está sentada frente a una computadora. Sobre el escritorio tiene el libro Los hornos de Hitler de Lengyel. Toma mi infracción, la lee y, sin levantar la vista del papel, pregunta: “¿Se estacionó en una esquina?”. Yo hubiera querido decir que no, que me estacioné en una azotea o en una cancha de tenis, pero soy incapaz de mentir a alguien que lee sobre el holocausto. Así que respondo afirmativamente y, sin más interacción, la juez me indica la cantidad que debo pagar por tener tan mala educación vial.
Nunca antes un infractor había tenido una sentencia tan pronta. Salí de su oficina lleno de optimismo, convencido de que la justicia en este país avanza. Pero al llegar a la caja de pago ese optimismo desapareció; fui atendido por una persona desprolija que chupaba con fruición una paleta de caramelo y, al mismo tiempo, sostenía una conversación telefónica absurda. Sin dejar de hablar por teléfono me extendió la mano para recibir mi dinero. Ahí fue donde me sentí realmente asaltado. En un parpadeo, en mi cabeza apareció la imagen de Alfredo Chavero riendo a carcajadas.