COSTUMBRES

Insanas costumbres

Juan Carlos Yáñez Velazco

La costumbre ha ido acumulando en el campo educativo una densa capa de polvo que no nos permite observar con claridad el futuro o el pasado, con la incertidumbre de menuda tarea.

Con la vista nublada, la mayor parte de los problemas en el sistema escolar son vistos con normalidad, como propios del paisaje, aunque las contradicciones, por ejemplo, entre la declaración universal de los derechos humanos y las estadísticas sean vergonzosas.

Despejando un poco el horizonte, uno puede preguntarse: cómo es posible que en una década el número de analfabetos en México siga siendo, diez más diez menos, el mismo, es decir, seis millones. ¿Qué se precisa para hacer invisibles a esos seis millones que todavía no saben leer ni escribir, en pleno siglo XXI y envueltos en el discurso sospechoso –para el tercer mundo- de la sociedad del conocimiento?

¿Es posible acabar problemas de ese tipo? Uno entre muchos. Sí, hay ejemplos recientes y pasados. Podría citar, sólo para ilustrar, el caso de varios países que con menos recursos han hecho esfuerzos dignos de reconocimiento mundial. Sus experiencias no son muy espectaculares porque sus presidentes no son políticamente correctos y se llaman, digamos, Evo Morales.

La Nicaragua sandinista de los años ochenta, presa luego de sus propias contradicciones, es otro botón. Con su gran cruzada, recientemente repetida, lanzó no hace mucho un proyecto que llegó a 101 de sus 153 municipios para lograr, en menos de 15 meses, alfabetizar a más de 72 mil personas, pocas para nuestra magnitud, muchísimas para Centroamérica.

¿Hasta cuándo nos atreveremos a sacudir un poco –por lo menos un poquito- el polvo de nuestros lentes y, sobre todo, de nuestros ojos, para apreciar los problemas en toda su crudeza y empezar, pero en serio, a resolverlos? Al gobierno federal parece que ya se le fue la oportunidad.

Haití: razones de fondo

Haití parece un país maldito. El más pobre de América, se dice. El último terremoto lo remató. Eduardo Galeano, estupendo siempre, en su “Espejos”, nos cuenta un trozo de la historia: “Los esclavos negros de Haití propinaron tremenda paliza al ejército de Napoleón Bonaparte; y en 1804 la bandera de los libres se alzó sobre las ruinas. Pero Haití fue, desde el pique, un país arrasado.

En los altares de las plantaciones francesas de azúcar se habían inmolado tierras y brazos, y las calamidades de la guerra habían exterminado a la tercera parte de la población. El nacimiento de la independencia y la muerte de la esclavitud, hazañas negras, fueron humillaciones imperdonables para los blancos dueños del mundo. Dieciocho generales de Napoleón habían sido enterrados en la isla rebelde.

La nueva nación, parida en sangre, nació condenada al bloqueo y la soledad: nadie le compraba, nadie le vendía, nadie la reconocía. Por haber sido infiel al amo colonial, Haití fue obligada a pagar a Francia una indemnización gigantesca. Esa expiación del pecado de la dignidad, que estuvo pagando durante cerca de un siglo y medio, fue el precio que Francia le impuso para su reconocimiento diplomático.”

 

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