DISLATES
Por: Salvador Silva Padilla
Conozco dos tipos de optimistas. Están los del tipo de «El Peli» y el tipo «Lechuga». Explicaré cada uno.
«El Peli» y yo fuimos compañeros durante secundaria y prepa. Le llamábamos así porque él iba a todas: si eran fiestas, iba por las muchachas; si era futbol, por las pelotas. A los 17 años, ésos eran nuestros únicos intereses: básicos y fundamentales.
En las fiestas de prepa, “El Peli” intentaba sacar a bailar a cuanta muchacha llegaba a la fiesta. Los que nos quedábamos en las mesas (la mayoría de sus compañeros), envidiábamos su audacia. Ningún desaire o desprecio lo desalentaba, él seguía con la sonrisa a flor de labios e iba en pos de la siguiente, sin amedrentarse en lo absoluto. Sus fracasos, lejos de amilanarlo, le servían como incentivo para ir por la siguiente. Y por la siguiente… y por la siguiente… Y así, toda la noche.
Quienes éramos más conscientes de nuestras limitaciones (*), nos quedábamos con la boca abierta, viendo a las muchachas pasar… y a “El Peli” detrás de ellas, persiguiéndolas infructuosamente, con un arrojo digno de mejor suerte.
En el futbol, su comportamiento era aún más admirable: (además teníamos la ventaja de que lo podíamos ver cada semana en acción). Entraba, generalmente de cambio, y, fiel a su estilo, estaba convencido de que todas las pelotas iban para él. Si le mandaban un balón filtrado, él salía disparado a perseguirlo. Más aún, si el defensa despejaba para alejar el peligro, “El Peli”, -siempre confiando en su instinto-, corría tras la de gajos. Si enviaban el esférico a las tribunas para hacer tiempo… él iba en su búsqueda creyendo que, ahora sí, lo alcanzaría. Si sacaban la bola del campo para que entraran las asistencias para atender a un lesionado, “El Peli”, sin arredrarse, corría porque estaba convencido que él sería su destinatario final.
Pero lo que más nos llamaba la atención era la determinación reflejada en su semblante cuando corría por el esférico. Ponía una «cara de velocidad», increíble. Si el defensa contrario hubiese volteado a ver su «cara de velocidad», seguramente habría caído fulminado, víctima de un síncope cardiaco. Esa firmeza de carácter se reflejaba en su rostro. El problema es que la velocidad nacía, se desarrollaba y se agotaba en su cara. La fila en el supermercado se movía más rápido que él.
“El Peli” era un optimista irredento, sí, que ponía todo su esfuerzo para alcanzar su objetivo. Literalmente corría tras él (o ellas), según fuera el caso.
En el otro extremo están los optimistas que, a falta de otro nombre, yo definiría como «Lechuga». Son los optimistas que están convencidos de que basta con que ellos se empiecen a creer una lechuga, para que del cielo les caigan las hojas. Son quienes no dudan de que su optimismo, por sí solo, es suficiente para obtener lo que ellos desean. A diferencia del optimismo de “El Peli”, el de los “Lechuga”, paraliza.
Aquí cito una entrevista de EL PAÍS SEMANAL (del 22 de agosto pasado) al filósofo coreano Byung-Chul Han, quien establece una diferencia muy marcada entre esperanza y optimismo. Para el filósofo «el optimismo es pasivo y limitado»… ‘El optimismo carece de toda negatividad. Desconoce la duda y la desesperación (…) El optimista está convencido de que las cosas acabarán saliendo bien’, descartando al futuro “como campo abierto a las posibilidades». En el «optimismo a ultranza entraría la ley de la atracción mal entendida: el hecho de considerar que basta con pensar en un resultado positivo para provocarlo»(**). Precisamente, lo que yo defino como un optimista “Lechuga”.
Para Byung-Chul Han: «la esperanza nace justamente de la desesperación, de la negatividad, pero es una brújula que nos lleva a situaciones y territorios nuevos, a aquello que aún no existe». «A caminos nuevos que nadie recorrerá por nosotros».
En una palabra, la esperanza nos conduce por el reino de lo posible.
(*) Nuestro rostro estaba tapizado de espinillas y además, quienes me conocen, saben que si por algo me distingo es por mi forma de bailar: tengo la misma habilidad y confianza que un becerro recién parido.
(**) Tomado del libro «El espíritu de la esperanza», de Byung-Chul Han.