Diferencias entre tener y padecer

DISLATES
Por: Salvador Silva Padilla

I

Mi papá era doctor. Y mi mamá, además, tenía un hermano y un primo hermano doctores. A pesar de ello, nosotros, los ocho hijos de Eva, gozamos de buena salud. En buena medida porque ella nos atendía personalmente.

Si alguno llegaba a la casa con puntitos rojos en la piel, mi mamá nos metía en tandas de 4 al mismo cuarto porque era más sencillo atender de sarampión o rubéola en paquetes de cuatro que de uno por uno.

Yo tuve miopía desde pequeño, aunque jamás la padecí. Me explico: era tan miope (¡Y con astigmatismo por si fuera poco!) que no me daba cuenta de ello. Mi vista era tan corta y distorsionada que estaba convencido que el resto de la humanidad veía igualito que yo. Ergo, mi vista era normal, como la de los demás.

Veía las figuras tan borrosas y difuminadas que tenía que pegarme a los objetos para distinguirlos. Más que ver los alimentos, yo los olfateaba. En una comida familiar, como me acerqué demasiado a los platillos frunciendo el rostro, mi tío el doctor (y pediatra para acabarla), le dijo a mi mamá que necesitaba lentes. Su diagnóstico fue terminante, tanto así, que salí corriendo. Adivinaba que cual espada de Damocles, en cuanto los usara, me empezarían a decir ceguetas en la escuela y eso era -y fue, créanme- mucho más grave que no ver con demasiada claridad el pizarrón. Total: los ojos me servían para leer a Chanoc y otros cuentos, para ver la tele y para jugar futbol. Es decir, para lo que es fundamental en la vida cuando uno tiene seis años de edad.

II

Algunos años después yo seguía sin usar lentes y viendo cada día peor; cuando, con el peso de las evidencias me percaté que algo andaba mal, recurrí a la física. Lo más sorprendente -¡más que el descubrimiento mismo!- es que fue en la clase de Historia de México con El Frijolito cuando descubrí que si juntaba mi dedo índice con el pulgar de la mano izquierda, y pegaba el índice de la mano derecha haciendo una especie de triángulo dejando que en medio hubiera un pequeñísimo hueco por el que pasara la luz, al ver a través de ese hueco, uno lograba percibir las imágenes con mayor claridad. Así de aburridas eran sus clases de historia.

Con un poco de práctica uno podría mejorar hasta en un 40% la nitidez de lo que veía:  ya fuera el pizarrón, las respuestas al  examen de matemáticas del de adelante, las piernas de las muchachas, -o de los futbolistas, según sea el caso-. En gustos se rompen, literalmente, los géneros.

III

Cuando mi mamá y mi tía me llevaron al oculista (antes así se llamaban los oftalmólogos) y me pusieron lentes por primera vez -necesité cristales de 6 y 6.5 dioptrías respectivamente-, sentí como si yo hubiera estado presente cuando Dios dijo “Hágase la luz” y solté un: “¡ah cabrón! ¿Así es como se ve normalmente?». Eso a pesar de que yo nunca decía palabrotas delante de ellas.

IV

Permítaseme agregar una breve reflexión académica respecto a El Frijolito. Si mi maestro de Historia logró que un alumno de medio pelo como yo, se inspirara y que de la nada se le ocurriera diseñar y ejecutar exitosamente ese experimento de la refracción de la luz, donde los haces lumínicos se comprimen, (*) imaginen lo que él no hubiera logrado con alumnos de la talla de María Curie o Albert Einstein cuando intentara explicarles cuánto tiempo fue presidente José Justo Corro y en qué día se expidió la Constitución de 1836.

¡Y pensar que todavía hay personajes que quieren desaparecer al maestro como parte fundamental del proceso educativo! Estoy seguro que ninguna Inteligencia Artificial, ninguna CHAT GPT me habría inspirado tanto como lo hizo El Frijolito.

(*) Seis años después, una maestra de fotografía nos explicaría que ese fenómeno se llama profundidad de campo.