Crónica sedentaria
Por: Avelino Gómez
Las vi abrazadas, contentas, como si el mundo fuera limpio. Eran dos muchachas, lindas, con rostros recién lavado. Acaso serían las siete de la tarde. Yo caminaba por la calle, dejándome llevar por el paso presuroso del perro que saqué a pasear. O el perro me paseaba a mí —todavía no sé discernir estas cosas—. Encontré a las muchachas sentadas en el borde de la acera. Ellas se abrazaban: exhibían un cariño y un mensaje más auténtico que, por ejemplo, el reciente comunicado que emitió el rector de la universidad para justificar el cobro de cuotas escolares.
Eran dos chicas demostrando que la vida es capaz de ofrecer la quietud y la generosidad de muchas formas. Una de ellas aparentaba ser la fuerte, la más ruda, pero también la más sencilla. La otra tenía una belleza complicada, como de colegiala que acaban de expulsar de clases. Las dos estaban tan quietas, centradas en sí mismas, y en las palabras que una a otra se decían.
A esa hora y por esa calle apenas caminaban dos o tres personas y nadie resaltaba del paisaje, salvo las dos muchachas sentadas en la acera. Pocos tuvieron la suerte de presenciar, por un instante, las caricias apacibles y centradas que una a otra se ofrecían, ya en la mejilla, ya en las manos, ya en el pelo. Hacía días que no veía ese lado de la condición humana. Pensé: estas chicas son de las que resisten, las que pelea y plantan cara a los absurdos, a los abusos. Y qué bueno por ellas y qué bueno por todos. A esas edad toda lucha contra las convenciones es necesaria, imprescindible, legítima. Ya después, a otra edad, esas luchas a veces se contaminan de conveniencias.
El mundo cambia cuando dos se besan, escribió Octavio Paz durante algún destello. Bien, pues esa tarde, en efecto, el mundo parecía limpio, como acaso ya lo dije al principio. ¿Qué hay en dos chicas que se abrazan ? ¿Qué hay cuando la vida parece ser pura ternura para dos? Nada. No hay nada. Pero sin embargo todo se recompone. La pandemia deja de ser pandemia, las ideologías políticas carecen de sentido práctico y ya no importa lo que diga un rector en su defensa o un candidato en su promesa. Junto a ellas no había ni moral ni ese odio pesado que los demás suelen ladrar. Ellas no eran de las que se rinden, de las que caen para quedarse llorando en el suelo. Parecían contenerse una en otra, dándose la fortaleza que alguien en solitario jamás tendría.
Pero este paisaje no termina aquí. Porque también vi a las dos muchachas ponerse de pie, ayudándose, tomadas de la mano. Se fueron calle abajo, sin prisa, como dos que recién aprende a caminar, una apoyándose del brazo de la otra. Cuadra y media más adelante, y a lo lejos, las vi despedirse, mostrando sonrisas elevadas, muy altas. Una siguió calle abajo, la otra volvió sobre sus pasos.
Fue a ésta última a quien me encontré de frente en otro tramo de la calle. Era la fuerte, la que parecía ruda, pero sencilla y entregada. Pasó junto a mí y era como si nadie más le importara. Ahora portaba lentes oscuros y se adivinaba en ella un halo de euforia. Esta chica es de las que da pelea contra el mundo, pensé otra vez. Ella me vio de frente y pareció ensayar un saludo, de los que se dan a los desconocidos por mera cortesía: alzó la cabeza en rápido movimiento, sonrío. Luego miró al perro que yo iba tirando de la cadena —o el perro tiraba de mí, tal vez— y siguió su caminar, lejos de aquella calle y de este atardecer.