Crónica sedentaria
Avelino Gómez
Conozco a un hombres que no, que nunca, que jamás se despeina. Lo que digo no es una metáfora. Es literal. Este hombre va por la vida con una cabellera que no sabe perder la partidura.
Lo he visto en jornadas de diez horas de trabajo, mesándose el cabello con la ansiedad de quien sabe que la vida corre allá afuera y uno no puede alcanzarla. Lo he visto, digo, mesándose la mata de pelo. Pero apenas retira su mano de la cabellera, los mechones vuelven a ocupar el mismo sitio por sí solos. Como si de ese orden, de ese peinado inquebrantable, dependiera la estabilidad de un mundo.
“Yo nací peinado”, me dijo este hombre, impasible, cuando observé que el mundo era un caos pero su cabeza mantenía las ideas y los cabellos ordenados. “Yo nací peinado”, dijo. Y luego soltó una risa que cualquiera se ve obligado a celebrar. Un día lo ví portar una gorra con visera por casi medio día. Y cuando descubrió su cabeza, el peinado seguía imperturbable. En otra ocasión lo vi nadar en la playa por veinte minutos. Y, al salir del mar, fue lo mismo. Aunque mojado, su pelo mantenía el molde. También le pregunté si acaso cargaba consigo un cepillo o un peine. Contestó que no, que no era necesario.
¿Cómo es que alguien puede tener una cabellera tan ordenada y fija como el plumaje de una ala de ticús? Inquieta pensar que haya fuerzas desconocidas que favorezcan a unos y desalientan a otros. En la casa paterna todavía recuerdan la rabieta que hacía mi hermano —¿o era yo?— cuando el espejo devolvía la imagen de un niño que, en lugar de cabello, tenía un agreste e indomable matorral. Y que no había fuerza ni sustancia efectiva para aplacar esos mechones: jugo de limón, agua con azúcar, aceite de linaza, brillantina jockey club. Nada funcionaba. Ya desde entonces adivinábamos, debido a ese problema capilar irresoluble, que nuestra vida adulta sería una secuencia de eventos incontrolables. Y así ha sido.
Alegra saber, por otro lado, que en la vida hay quienes desde siempre supieron mantener el orden y el control en todo. “Yo nací peinado”, dijo ese hombre atareado, pero inconmovible, tras diez o doce horas de puro y arduo trabajo. Y mientras decía esto, la ansiedad desbordaba la quietud y la cabellera de otros que, como él, también se entregaban a la desesperante responsabilidad laboral. En esos momentos el mundo giraba con aturdimiento. Su fuerza centrífuga por poco nos tira. Por fortuna este hombre se mantuvo impasible, con sus ideas en el mismo sitio. Y si quieren no me crean, pero no, nunca, jamás se despeinó.