EL SEDUCTOR DE LA PATRIA

EN MI HUMILDE OPINIÓN
Por: Noé GUERRA PIMENTEL

Aclarando que solo el título y el personaje al que aludo tienen que ver con la novela de Enrique Serna (planeta. 1999), paso a esta remembranza de los inicios como gobernante de Antonio López de Santa Anna.
El 23 de octubre de 1835 fue proclamada la nueva constitución de la república centralista, a la basura había sido echada la constitución republicana de 1824. Era presidente Antonio López de Santa Anna, quien, si se recuerda, surgió como realista, filas de las que desertó para vestirse de insurgente y luego en monarquista sumado a la causa Iturbide, al que de inmediato, por no quedar en su favor traicionó y más tarde verse como republicano, de donde saltó a conservador para asumirse liberal, posición de la que ya presidente develó su rostro como el primer centralista que abiertamente ha gobernado a nuestro país.

Santa Anna, presidente en once ocasiones de 1833 al 12 de agosto de 1855, luego de la proclama un año antes del Plan de Ayutla, que lo desconoció para que así, derrotado, se autoexiliara para regresar en 1874 y morir despreciado, solo y olvidado, el 21 de junio de 1876 en la Ciudad de México. Tal fue el destino de un hombre que, innegablemente carismático fue un embaucador, maestro de la simulación y el engaño y del que aun sorprende la estela de traiciones que sembró en una carrera iniciada desde sus 15 años de edad y en la que a quien primero dio la espalda fue al ejército que lo cobijó e hizo teniente, para unirse a Iturbide en 1821, personaje al que le ofreció besarle las botas para traicionarlo encabezando, junto con Guerrero, el Plan Casa Mata en 1823.

El siguiente fue Vicente Guerrero, al que insidió para hacerlo caer de la presidencia en una celada que lo llevó al paredón. Al concluir la primera presidencia de la naciente república encabezada por Guadalupe Victoria, Santa Anna había alentado a Guerrero contra Manuel Gómez Pedraza, quien ganó solo para que los militares no le permitieran asumir la presidencia y colocar ahí a uno de su cofradía, a Vicente Guerrero, y a quien Santa Anna, junto con el vicepresidente Anastasio Bustamante pusieron frente al pelotón, lo que posibilitó que el último concluyera el periodo del autoexiliado Gómez Pedraza, a quién Santa Anna trajo para legitimar su primera elección.

Cinco mandatarios al hilo contando al Emperador, dos fusilados, dos exiliados y otro en el ostracismo, en un periodo de diez años, de 1823 a 1833, en los que el jalapeño operó elucubrando desde las sombras en cargos de segundo nivel, pero cercano a los oídos y las decisiones que, finalmente, el 1 de abril de 1833, le posibilitaron alcanzar la presidencia, no sin antes, en una mezcla de audacia y buena suerte, haber sido nombrado benemérito de la república con el fracaso, en su intento de reconquista, del español Isidro Barradas, quien, con una logística fallida que hizo perder su campaña, desembarcó en Tamaulipas solo para rendirse, víctima de las enfermedades de la costa y del hambre que ya habían mermado a los efectivos de su compañía.

Fue tal el despropósito del despotismo de Santa Anna, que, en 1935, con la declaratoria de la república centralista por un legislativo sometido y la subordinación de un poder judicial de membrete, se propició que varias entidades de la república se insubordinaran, entre otras, Zacatecas, en abril de 1835, a cuyo gobierno estatal, encabezado por Francisco García Salinas, Santa Anna aplastó con toda su fuerza y escindió (después del presunto escándalo amoroso protagonizado por él y la esposa, Luisa Fernández Villa, de quien sería el primer gobernador hidrocálido, Pedro García Rojas) para crear el Estado de Aguascalientes el 23 de mayo de 1835; y, Tejas, que el 2 de marzo de 1836 devino en la definitiva separación y nacimiento como república del actual, desde 1845, Estado de la Unión Americana, en detrimento del territorio mexicano. Saldos negros que no fueron los únicos, ocasionados por la megalomanía de un individuo que, por dos décadas, con mentiras, carisma y engaños mantuvo seducido a nuestro país, dejando como herencia solo pérdidas, daños y una pobreza moral que desde entonces muchos aún no han superado.