Columna Sedentaria
Por: Avelino Gómez
Ella me corta el pelo. Cada cuatro o cinco semanas camino cuadra y media hasta su establecimiento. Es una peluquería que colinda con una casa abandonada y lúgubre. Y es lúgubre la casa porque ha sido, en dos ocasiones, escenario de asesinatos.
La primera vez, unos sicarios dispararon contra tres personas que estaban en el interior de la vivienda. Dos murieron. El tercero quedó herido; se recuperó en el hospital y volvió, convaleciente, al mismo domicilio. Semanas más tarde se repitió el suceso: esta vez mataron a quien, en la primera ocasión, había librado la muerte.
Para fortuna y buena salud de Ella, ambos hechos ocurrieron durante la noche, cuando su peluquería estaba cerrada. No fue testigo presencial de lo acontecido en esa casa de al lado que, por ahora, es un espacio deshabitado. Sin embargo, tras las primeras muertes, consideró mudar su negocio a otra parte.
“Pensé en cambiarme de local. Pero a donde te vayas, eh, todo está igual de feo; lo que yo procuro es tener cuidado; evito cierta gente y algunos lugares”, me cuenta Ella, mientras pasa hábilmente la máquina de corte de pelo por detrás de mis orejas.
Así que, bajo esa resignada lógica, Ella siguió con la peluquería en el barrio.
Su establecimiento es limpio y luminoso. Hay un modesto sillón para quienes esperan su turno. No le faltan clientes, porque tiene buena mano para cortar el pelo y sus modos son suaves, apacibles. Frecuentemente se puede ver, sentados en el sillón, a un padre con su pequeño hijo melenudo; o a un par de señoras que hojean revistas mientras el tinte penetra en sus cabellos.
A Ella le gusta conversar con los clientes. Habla de todo y de nada en concreto. Pero es prudente y, por su tono de voz, sabemos que no le agrada platicar sobre ciertas cosas. Su voz se apaga cuando, por ejemplo, refiere asuntos relacionados con la violencia, o con el gobierno.
En cambio, se nota su entusiasmo al hablar de películas y canciones que no pasan de moda, de la emotiva inteligencia de los perros y la sagacidad de los gatos, o del canto estacional de las aves y el florecimiento de las plantas. De esos temas, que parecen reveladores misterios de la vida, le emociona hablar.
Ella me corta el pelo. Cada cuatro o cinco semanas camino hasta su peluquería. Y al salir de ahí, me da por pensar que algo en el mundo recomienza. Aunque, por inevitable y sombría asociación, también pienso en la casa colindante: en ese espacio deshabitado final y lúgubre.