Columna sedentaria
Por: Avelino Gómez
Al sur de Chile, a ocho mil kilómetros de aquí, en las lluviosas islas de Chiloé, vive Patricia Águila. Su casa está en la ciudad de Castro, sobre un callejón que baja a una serpenteante avenida llamada Galvarino Riveros. Es una vialidad por donde, día y noche, pasan los buses que llevan y traen a los empleados de la industria salmonera.
Esta tarde de domingo la temperatura en Castro es de 2 o 3 grados. Hay un cielo nublado, sopla el aire gélido. Pero en la casa de Patricia la estufa de leña está prendida, y en la mesa se han dispuesto las tazas para el té. Y dan ganas, unas terribles ganas, de estar allí, sentado a su mesa, conversando en familia hasta el anochecer. Porque luego, cuando pretendas despedirte, Patricia te dirá: “no salgas a la fría oscuridad, acá hay una pieza, una cama, cobijas para los que como tú vienen de lejos y caminan solos”.
Patricia Águila es poeta. Ronda los treinta años, y escribe con la emoción de una mujer que ha vivido tres siglos en el archipiélago de Chiloé. Uno de sus últimos libros, Cindy López (2020), es un conjunto de poemas, un álbum de retratos sociales, un mazo de postales insulares y una hermosa crónica generacional de las mujeres que habitan estas islas.
En sus textos ronda una voz fuerte y cálida, solidaria y encarnada. Un par de veces la escuché leer frente al público. Su voz corría como el suave viento que mueve y enternece las ramas de los arbustos de chilco florecidos:
Dejamos las manos en esas fábricas. / Manos llenas de frío / Manos hambrientas de infancia. / Dejamos las manos en esas fábricas / no tenemos campos /no tenemos playas / Solo un bus, que día y noche pasa. / (…) Dejamos las manos en esas fábricas. / Manos pequeñas, de niña y sal. / Termina la jornada, los buses esperan. / Los cuerpos cansados de mis compañeras, se pierden / En sueños de una playa en Yaldad o los dedos sobre la madera de la casa familiar / En los senderos que las abuelas descalzas trazaron para que las nietas puedan regresar. / Mis manos descansan entrelazadas en los dedos hinchados de mi compañera y despiertan / Al sentir la voz de mi madre, esperándome en el portón.
Esto es apenas un fragmento de uno de sus poemas. Y ahora me parece ver a Patricia Águila bajo la lluviosa tarde, con las manos metidas en los bolsos de su abrigo; camina por la Galvarino Riveros, esa vialidad donde interminablemente circulan los buses del personal de las fábricas y plantas salmoneras de Chiloé. Las mismas fábricas donde se entumen y marchitan las manos que un día —dice Patricia— amasaron pan, tejieron lana, bordaron manteles y llevaron el bote al mar.