Para saciar mi sed
Por: Ivonne BARAJAS
En una de mis recientes siestas vespertinas soñé que moría. Tras caminar una montaña llegué a la cima; allí un hombre de aspecto saludable, en túnica blanca —Dios, lo supe enseguida (y en la vigilia agrego, ¡qué cliché!)— extendía los brazos para recibirme.
Me cruzó un rápido pensamiento de extrañeza por no tener que esperar por ese encuentro…es decir, no hubo citas previas con santos ni arcángeles, no se me impuso sanción en el purgatorio ni vi hogueras que anunciaran que el infierno estaba cerca. No. El paraíso, o como gusten llamarlo, se presentaba de inmediato. Pese a sentirme sosegada y tranquila, una parte de mí protestó: “Pero no quiero…aún”, y verifiqué que lo que obstruye nuestro viaje es el apego a lo que consideramos bello, bueno, familiar, nuestro y agradable; y todas aquellas cosas que en nuestra experiencia humana, asumimos, vamos a poder repetir y repetir.
Tan acostumbrada estoy a cómo funcionan las cosas en este mundo, ¿por qué será? —lo natural que es esperar para entrar a las citas médicas o con los ejecutivos del banco, el dolor de espalda después de barrer y trapear la casa con devoción, el cansancio tras las horas invertidas para ganar sustento— que vamos creyendo que todo en esta vida, incluyendo nuestra relación con Dios, es difícil y requiere trabajo arduo…este sueño me abrió a la posibilidad de instalarme en la creencia opuesta. Adopté, un ratito nada más, una óptica brutalmente placentera y simple para relacionarme con el entorno.
Dios, entonces, está allí siempre aunque lo ignoremos o no nos interese aceptarlo; jugué a ver todo como si fueran sus brazos extendidos hacia mí: un colibrí posado en la rama más fina de un árbol, la hojarasca movida en dirección al sur, las heces de un perro sobre el césped recién cortado, el sol colorado de las 6:00 de la tarde, un trago de agua de coco, la moneda de .50 encontrada en la calle, la primera frase tomada al azar del libro que leo: “la iniciativa ahora es suya”, la dicha de mover con libertad el cuerpo…
¿Dios está también en esas cosas que consideramos indeseables: en el ruido y en el tráfico, por ejemplo…de dónde nos surge el juez que califica que tal experiencia es gozosa y tal no?; ¿será que, en esta experiencia tridimensional, hay cosas que nos separara de él con el único fin de reconocerlo cuando nos encontremos en su armonía suave? Después de disfrutarlo por varias horas, me canso del juego y no puedo sostenerlo más: mi cuerpo y mente, en sus límites, no alcanzan para experimentar esta relación tan potente, amplia e intensa. Percibo a Dios: sus guiños, sus regalos, su aroma, su voz; y siento, en contraparte, que este juego de dimensiones está lleno de trampas y obstáculos que me lo van ocultando; muchas veces lo he perdido de vista y luego reaparece con facilidad como si nunca se hubiera ido.
El mundo está hecho para distraernos, y requiere una voluntad brutal permanecer con los oídos abiertos al canto esencial…al mismo tiempo, el mundo es un rico tablero que despliega las situaciones que requerimos experimentar. ¡Ay, Dios!
No tenemos que ser buenos, no tenemos que ser iguales, no tenemos que arrepentirnos. Sólo tenemos que amar lo que sea que hayamos venido a amar. Si vivimos así, cualquier día —hoy, incluso— será bueno para morir. Un día lo diré sin que me tiemble la voz.