Para Saciar Mi Sed
Por: Ivonne BARAJAS
El vuelo Viena-Madrid venía ocupado en su mayoría, claro, por europeos: un grupo de deportistas españolas retornaba después de un torneo, muchos rostros de tez blanca intentaban una siesta y algunas cabelleras rubias se abollaron tras dos horas de vuelo.
Yo viajaba en medio de una pareja que bien podía tratarse de un matrimonio pero no estoy segura, intercambiaban una que otra frase y su alemán, traspasándome como si fuera invisible, me puso nerviosa. En ocasiones como esa, nada mejor que un antiguo hábito: la onicofagia.
El viaje se sintió largo, las manos me sudaban y no había nada que ofreciera distracción: asomarme por la ventana implicaba casi echármele encima al austríaco de mi derecha, solicitar salir al servicio implicaba molestar a la austríaca de mi izquierda. No entendía los folletos, no llevaba ni un libro, no había música ni pantallas, y era uno de esos días de mente (demente) en blanco donde se piensa en nada. Estaba atascada, sosteniendo en mis manos los trozos de uñas liquidadas que no sabía dónde poner.
Me pareció escuchar una voz particular y puse atención: una voz de mujer, una voz que ya tenía sus cincuenta o sesenta años de transitar por este mundo, una voz mexicana. Al desembarcar la ubiqué y no dudé en ir a guarecerme a ese lugar seguro: no sólo un idioma familiar, sino un idioma con todas sus expresiones y todos sus guiños: un castillo, una fortaleza, un hogar.
¿De vuelta a México?, pregunté cuando una intersección en el estrecho pasillo del avión nos permitió coincidir. No hizo falta más provocación para enterarme: regresaba a Guanajuato después de haber estado dos meses en una pequeña localidad austríaca visitando a su hija mayor. Había estado allá con un objetivo: acompañarla en sus últimas semanas de embarazo y en el recibimiento de su bebé; es decir, a su nieto. “Ah, pues muchas felicidades”, dije, porque es lo que digo siempre que alguien anuncia embarazos o nacimientos…pero la mujer hizo mueca y sentí que faltaba poco para que empezara a llorar. Con una hija en Austria diciéndole “mamá, quédate” y una hija en León diciéndole “mamá, regresa” la mujer estaba entre dos aguas. Avanzamos, al tun tun que los desembarques permiten, y dejamos inacabada nuestra plática en alguna terminal del Aeropuerto de Barajas.
Pronto supe que esa interacción estuvo motivada por mi urgencia de asirme a algo conocido –a mi flamante idioma materno–, pero ¿por qué o para qué? A veces me maravillaba la sensación de que en las multitudes no reconocieran mi rostro ni yo los suyos; y era un triunfo decir: “Estoy aquí y nadie me conoce”…a veces ese mismo hecho me llenaba de un miedo ilógico, como si esa masa de humanos fuera capaz de engullirme y desaparecerme. Nada más eso: ser borrada, para siempre.
Semanas después, cuando ya había dejado de pensar en eso, se sentó a acompañarme Tabucchi: “Soy un rostro anónimo en esta multitud de rostros anónimos, estoy aquí de la misma manera que podría estar en otro lugar, es lo mismo, y esto me hace experimentar un gran dolor y una sensación de libertad hermosa y superflua, como un amor contrariado”.
Como la señora leonesa. Como una viajera solitaria abierta al aburrimiento, al ocio, a la tristeza y al error.