PARA SACIAR MI SED
POR: Ivonne BARAJAS
No puedo estar en mí, algo adentro quema: me quita el apetito, no me permite descansar, ni disfrutar el café, ni sonreír; es un pequeño infierno personal, portátil, que me acompaña a donde quiera que voy. He recurrido al hacer con vehemencia: como si estar en movimiento me permitiera sacudir temporalmente las llamas: lavo, organizo, salgo…pero la calma es falsa; el infierno vuelve a sentirse, caliente, en el estómago.
Creí que estos episodios habían quedado lejos, allá en mi destartalada niñez; con seis años pensaba que iba a perder la facultad de respirar y me depararía una muerte repentina. Luego venía una tos nerviosa que no conocía la pausa y un sudor frío cada vez que me enfrentaba a situaciones que me atemorizaban: un examen sorpresa, el ruido del cancel cuando mi papá llegaba del trabajo, las acaloradas peleas nocturnas por celos y borracheras. Me tapaba con la cobija y me mordía las uñas hasta sangrar; me hubiera seguido carcomiendo los dedos, las venas, los nervios…todo, hasta extinguirme, pero no se podía llegar más lejos. Así dormí algunas noches; y temprano, al día siguiente, me esperaba el manjar de un choco-milk adicionado con huevo crudo que, invariablemente, vomitaba. Luego la escuela. Luego volver a casa. Luego el cancel anunciando la llegada de papá. Luego otra vez el pinche choco-milk que detestaba con todo mi ser. Así crecí, así crecimos…
Es curioso que todo eso en lo que incluso he dejado de pensar, regrese. A los cuarenta. Y al ser observado, vuelve a doler; porque no es pasado: sigue vivo, sigue aquí. Mueca. El territorio entre los miedos reales e imaginarios vuelve a ser confuso; la línea en ese mapa se ha borrado y las ideas, absolutamente irracionales, donde me planteo escenarios de peligro mortal vuelven a sentirse posibles. Exploro –con ojos asustados–, las sensaciones de mi cuerpo: calambre o dolor de pecho; y el exterior lo encuentro, en varios sentidos, amenazante. Hay miedo y el miedo hace que el mundo se estreche: deja de ser un lugar abierto lleno de parajes exquisitos y se convierte en un pasillo angosto con olor a estiércol y moho. Algunos escenarios en mi mente terminan en tragedia pero ¡miren, sigo intacta!
¡¿Por qué no se van?!
La gente habla de olimpiadas, de surf, de Alan Cleland. Facebook sugiere chismes faranduleros. En las comidas familiares corren un six tras otro de cerveza; quiero abrazarme a la risa deliciosa de mi suegra; no puedo. Estoy sin estar, me siento expulsada –tan metida en mi cabeza que quedo sin espacio para conectar–. Pienso que el máximo anhelo de todos es sentirnos unidos, recibidos, amados…pero mi enchufe ha estado descompuesto.
A sorbos –porque mi intensidad es mucha y la de ella también—estuve leyendo La cabeza de mi padre, de Alma Delia Murillo–y, aunque no me lo crean, allí se alumbró el infierno y pude nombrar esto.
Hay algo que no he dicho.
Volvió la atemporal, la omnipresente, la infinita.
La que, “aunque surja en el presente, trae una legión de demonios del pasado y proyecta otra legión de demonios hacia el futuro”.
La cara fea de la tristeza.
La ansiedad.
¿Qué voy a hacer contigo?
¿Qué vas a hacer conmigo?