El deseo sexual… un enfoque culturalista

El deseo sexual consciente es un mecanismo psicobiológico que precede a la excitación sexual, de tal modo que ambos nos impulsan a tener relaciones sexuales con otra u otras personas, relaciones que han sido diseñadas por la evolución para reproducirnos y perpetuar la especie.

 

Deseo y excitación son procesos fisiológicamente independientes, que no tienen por qué ir siempre concadenados, pero sí en el caso de nuestra definición. Precisamente como fenómeno fisiológico, no ha sido tan estudiado como la excitación, pero se puede decir que está muy determinado por la hormona testosterona, presente en ambos sexos, así como por factores cerebrales-cognitivos y ambientales.

Tiene mucho que ver con la libido de la Teoría Psicoanalítica, también llamada energía, pulsión o impulso sexual, pero no está claro que sea un verdadero instinto biológico de primer orden, pues no es indispensable para la supervivencia de un individuo, aunque pudiera serlo para la de una sociedad.

Como se ha demostrado en los tristes escenarios de un campo de concentración, los instintos del hambre, la sed o el sueño prevalecían en ese contexto de extrema depauperación, habiendo desaparecido completamente la pulsión sexual; quizá esto explica la sensación de que, ante ciertas causas de suficiente peso, al disminuir el deseo éste parece quedar relegado a un segundo plano, como algo prescindible para el individuo.

En cualquier caso, al menos en condiciones de un entorno social normalizado, en lo psicosocial, constituye un recurso o mecanismo que no sólo vincula personas, sino que canaliza conflictos y necesidades emocionales, somáticas, creativas, reduce tensiones en y entre personas y, por tanto, ayuda a establecer vínculos afectivos dentro de un grupo o comunidad.

Dado que desde hace unas décadas tenemos los medios para planificar eficazmente la fecundación, se ha ido potenciando la vertiente cultural de la sexualidad, de modo que ésta puede vivirse cada vez más como un medio para la desinhibición ante el estrés y las presiones sociales cotidianas, la experimentación del placer ligado a la creatividad y al juego, la reafirmación de la personalidad y la preservación de la necesaria intimidad.

En ciertas sociedades este uso cultural está tan desarrollado -al menos de un modo potencial-, que el deseo sexual es cada vez menos un fenómeno biológico y, más allá de un recurso personal, cada vez más una percepción mental moldeada por el entorno social en que se ha producido ese desarrollo. Esto es así porque existe, a su vez y de forma paradójica, en la mayoría de individuos de tales sociedades el deseo común de desarrollar sus personalidades individuales, de singularizarse, de alejarse de la obediencia a la mecánica simple de los instintos primitivos, de encajar y beneficiarse, en fin, de la prometida sociedad del bienestar.

Y la paradoja se concreta de este modo: el deseo sexual se supone un medio para el desarrollo de la persona, pero depende a la vez de la forma en que la colectividad lo conceptualiza. No es, pues, de hecho una cuestión que empieza y acaba en la subjetividad del individuo, sino que se adapta a una percepción colectiva. Y por tanto, como adaptación a una idea común, no es sólo objeto o vehículo de vinculación y liberación, sino de confusión, ansiedad, conflicto y disfunción, cuando la persona siente que no encaja en ese ideal.

El caso de la mujer.

Es el claro ejemplo de cómo la cultura moldea la vivencia individual de una experiencia en principio tan íntima como el deseo sexual. En muchas sociedades o culturas, la educación o el entorno familiar tienen un poder importante para definir y delimitar el deseo en la mujer: así, por ejemplo, dependiendo de cómo logre expresar ese deseo, o de en qué culmine, una adolescente o mujer puede describirse o bien como que ‘está enamorada’, o bien como que ‘está fuera de control’.

Si se acaba casando y tiene hijos, el entorno dictaminará que ella estaba enamorada -aquí podría abordarse otro tema interesante, el de si el sexo puede llevar al descontrol propio, especialmente en las/los adolescentes, y si esto es peligroso-. Si ella tiene sexo ocasional, varias parejas, parejas mujeres o no se casa, se la juzgará como que estaba fuera de control, percibiéndose su energía sexual como inadecada, como un signo de subversión.

Presiones de este tipo persisten en la actualidad, y fuerza a muchas mujeres a negar y reprimir su deseo, identidad y orientación sexuales para seguir siendo socialmente aceptadas, de modo que desde muy temprano, en su época de desarrollo físico, se les impide reconocer la verdadera naturaleza de sus sensaciones, lo que entre otras cosas les oculta una salida constructiva a su energía sexual como es la masturbación.

Se les muestra como inadecuada toda motivación de búsqueda de intimidad física, curiosidad, diversión o seguridad, y se las orienta hacia la búsqueda de un ideal de amor, por otro lado ambiguo o no bien definido. Del mismo modo, lleva a muchos hombres a rechazar aquellas mujeres que han mostrado una línea de deseo sexual demasiado ‘liberada’. Es decir, que el deseo sexual femenino está controlado y expresado en ‘momentos apropiados’ y de ‘manera apropiada’.

Al hilo de la anterior argumentación culturalista, en la que hablábamos de la necesidad de garantizar la supervivencia y cohesión de la sociedad, el control del deseo sexual femenino, igual que con otras facetas de la mujer, cumple aquí un papel bien ajustado por el sistema social: garantizar una maternidad, con sus fases de fecundación, embarazo, crianza y educación, lo más responsable y asexual posible.

Pues es la mujer, y no el hombre, quien posee el potencial para gestar, crear y criar a los nuevos miembros de la sociedad. Esto reafirma en muchas culturas la pervivencia de una doble moral. También en Occidente donde, aunque se espera que la mujer se desarrolle como persona, incluso reconociéndole sus derechos y capacidades sexuales y orgásmicas, sin embargo se sigue potenciando su imagen virginal. Muchos hombres, por ejemplo, todavía tienen grandes reparos en presentar a su madre una novia reconocida como sexual, porque esa madre es para ellos el modelo de mujer asexual, y porque esa novia es la potencial madre de sus hijos. Muchas mujeres jóvenes aprenden del mismo modelo de madre asexual.

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