Juan Carlos Yáñez Velazco
Concluida la última semana escolar de abril, Juan Carlos estaba muy contento. Los viernes suele ser así, porque sabe que tiene por delante dos días de descanso y por su clase de ajedrez, un gusto que le persiste felizmente todo el año lectivo.
En la conversación rumbo a casa le pregunté por lo evidente: ¿por qué te gusta tanto esta semana? Su respuesta me sorprendió, concreta y contundente: porque no llevamos uniforme, porque no hay tareas y porque tenemos más libertad. ¿Qué había de peculiar? La semana de festejos del día del niño, por supuesto, que convierte a la escuela en un sitio y ambiente distintos.
No sé qué piensan otros niños, ni cómo se vive en otras escuelas esa fecha. Pero tengo como hipótesis que la contestación de mi hijo es un diagnóstico certero de la vida escolar en muchas escuelas, quiero decir, de cómo experimentan muchos niños la vida en muchos centros escolares. El resultado, sin el aliento de la familia y la fortuna de buenas maestras, puede ser funesto: odio al ritual de la escolarización, enfado, animadversión, aburrimiento…
La respuesta de Juan Carlos no tiene sentido como una valoración puntual, sino como pista para comprender la naturaleza de la institución educativa y su condición obligatoria: un espacio de reclusión forzosa, como la cárcel, el manicomio o el hospital, a donde uno, en condiciones normales, no elige asistir.
Acudir a clases durante 190 días (como será el próximo año escolar) implica un esfuerzo arduo de maestros y alumnos, una rutina que debe experimentarse como desafío permanente, con ocasiones diarias para el descubrimiento, pero también para el aprendizaje a partir de los errores, para el impulso al trabajo colectivo, así en alumnos como maestros, para la oportunidad de volver a comenzar después de un fracaso.
La escuela primaria es espacio inigualable para una época maravilloso, aunque no siempre la arquitectura o el compromiso de los profesores sintonicen con esa visión que puede ser idílica, pero absolutamente deseable.
El año escolar se termina en unas semanas. Hay una nueva reforma educativa, que tiene poco de novedoso, dicho sin ambages; veremos el nuevo proyecto educativo y su modelo pedagógico, las estrategias para cumplirlo y los apoyos que efectivamente se invertirán. Un año es insuficiente para observar cambios sustanciales o progresos, pero ofrecerá indicios para juicios menos preliminares.
No tenemos tiempo para perderlo jugando a la escuelita con gatopardismos. Ojalá desde el regreso de vacaciones veamos ya luces que alumbren los senderos por donde discurrirá el sistema educativo de la cuarta transformación. El deseo, por supuesto, es que demos pasos adelante y no nos quedemos mirando por el retrovisor.