APUNTES PARA EL FUTURO
Por: Essaú LOPVI
Hace unos días, a propósito del inicio de año (2024), comencé a depurar de papeles mi oficina que suponía debían estar sin ninguna utilidad y así fue.
Seguramente es algo que no volveré a realizar hasta que concluya la elección de este año (2 de junio). Aclaro, esto no significa que mi oficina personal no esté pulcramente aseada, solo que sin querer acumuló papeles pensando que después me servirán para alguna nota, pero al final compruebo que solo era basura impresa.
En esa depuración terapéutica, encontré volantes políticos resaltando los maravillosos atributos personales y profesionales del personaje que buscaba ser votado, panfletos y pedazos de publicidad de ciertos políticos locales.
De todos los papeles inservibles que encontré y posteriormente tiré en una bolsa negra, había un común denominador: todos los personajes que aparecían en esos impresos -y que ya deben estar en el relleno sanitario dentro de mi bolsa negra-, ya migraron de partido cuando menos una vez, y fue entonces que pensé escribir lo que ustedes ahora están leyendo.
En esa basura impresa, había priistas que ya están en el Verde, perreditas en Morena, panistas en MC y de MC a Morena, priistas en Morena, combinaciones que parecían imposibles, militantes de los partidos más fuertes a partidos de reciente creación y uno que otro que ya pasó por tres partidos.
A todos estos personajes los recuerdo a la perfección, tanto que hasta podría repetir textualmente algunos de los discursos donde lloraban o se rasgaban las vestiduras por tal o cual partido. Pero por ahora ellos no son lo importante, sino los simpatizantes, miembros e integrantes de un partido político que quedan abandonados de la noche a la mañana.
Fue entonces que haciendo un borrador en mi libreta de reportero, pensé que hay dos fenómenos sociales en México con este simil: el futbol y la política.
Y es que en la encrucijada de la identidad mexicana, nos encontramos con una constante que parece tejerse en el ADN nacional: la orfandad. Y no me refiero a la tristeza de aquellos que han perdido a sus padres, sino a esa sensación de abandono que parece ser parte inherente de nuestra cotidianidad nacional.
Comencemos por el fanático de fútbol, ese individuo apasionado que, por alguna razón cósmica, ha decidido jurar lealtad a un equipo que, en realidad, no tiene vínculos geográficos, históricos, laborales, ni emocionales con ese club.
Su equipo podría jugar en el otro extremo del país, incluso en otra nación, pero ahí está, luchando temporada tras temporada pregonando que su equipo es el más grande, o con más dinero, mejores títulos y mejores jugadores del mundo. Sin embargo ni el equipo, directivos, dueño o jugadores lo hacen en el mundo.
Pero parece que la fidelidad -una y otra vez- se ve puesta a prueba cuando el jugador estrella decide abandonar el club en busca de fortuna, proyección o mejor nómina en el equipo que en su momento será rival.
Es como si la lealtad del aficionado fuera una especie de don que vive entre el amor y el odio, no hay medias tintas. Un día aman a la estrella de su equipo y en la siguiente temporada lo odian a muerte porque jugando con su nuevo equipo anotó los goles que los dejaron fuera de la liguilla.
Pero esta orfandad de la que hablo no se limita al ámbito deportivo.
En el panorama político, vemos cómo los simpatizantes de un partido se quedan con la boca abierta cuando su líder, ese gurú político en el que confiaban ciegamente, decide darle la espalda para unirse al bando contrario. Las bases se sacuden, y los seguidores se quedan huérfanos de liderazgo, con la difícil decisión de seguir al ‘traidor’ o esperar un nuevo mesías político que les devuelva la esperanza.
Lo inverosímil de estos personajes es que asumen que son dueños de tal o cual capital político. Aún cuando traicionaron a sus ideales o partido, creen que los simpatizantes los seguirán a todos lados como esclavos políticos.
La ironía llega a su punto álgido cuando observamos cómo algunos políticos son capaces de cambiar de ideología con la misma facilidad con la que cambian de camisa. ¿Lealtad a principios? Eso parece ser un lujo que pocos están dispuestos a costear. Para ellos, la orfandad política de sus seguidores es solo un efecto colateral de sus ambiciones personales.
En este juego de traiciones y lealtades líquidas, el mexicano se ve enfrentado a dos opciones: seguir al ‘traidor’ con la esperanza de que esta vez sí será diferente, o quedarse en la orilla, esperando un remplazo que quizás nunca llegue.
Esta ‘orfandad’ de la que hablo se convierte en una suerte de ritual, una danza constante de desilusiones que nos recuerda que, en este país, la única constante es la inconstancia.
Así, en medio de estadios y puestos de gobierno o políticos abandonados, nos encontramos nosotros, los huérfanos de lealtades volátiles, pues al final de cuentas, parece que la única certeza en México es la incertidumbre.