Las pérdidas

RECUERDOS PARA SACIAR MI SED
Por: Ivonne BARAJAS 

Enviudó a los 81.

La familia comenzó a revisar quién se haría cargo de la tía ahora que el marido ya no estaba. La primera opción fue contratar cuidadoras de tiempo completo que la atendieran en su domicilio particular, allí por la calle Dr. Miguel Galindo. Funcionó por poco tiempo: unas veces las trabajadoras renunciaban por considerar insostenible la carga de desvelos y, otras, los familiares despedían porque juzgaban una atención deficiente.

Fue entonces que una de sus sobrinas, mi mamá, ofreció llevarla a vivir a su casa. Allí yo la visitaba de vez en cuando: “Tía Tello, ¿cómo está?” y con sus ojos de pajarito asustado y un hilito de voz contestaba bien. Nos sentábamos a comer juntas y yo notaba que tardaba media hora en liquidar un trozo de tortilla; la familia terminaba de comer y Estela iba apenas en el segundo bocado.

“No tengo dientes”, dijo, justificándose, un día…y allí me quedó claro que la vejez se trata de eso; de ir entregando todo: la memoria, la dentadura, la fortaleza de las piernas, la claridad de la voz. No puedo evitar mirarla como un castillo antiguo saqueado de sus bienes más preciosos, con estructuras cayendo a causa de osteoporosis y con áreas reconstruidas a fuerza de placas que sujetan a un hueso con otro; tampoco puedo evitar ver la riqueza insondable que guarda una vida larga que tuvo la oportunidad de ser caminada y experimentada.

Cada vez que la veo he de presentarme de nuevo:  tía, soy Ivonne, ahhh, vine a visitarla, ahhh. Y luego surgen interacciones confusas guiadas por las desmemorias de Estela que me empieza a preguntar quién está ahí (y señala a un rincón solitario de la sala); o que asegura que su hermana Aurora, quien falleció hace años, estuvo visitándola esa tarde; o quiere saber si va a llegar pronto su esposo Rogelio. He decidido no contrariarla, y si me dice que la visitó su pariente muerto yo le digo que qué gusto que vinieron a verla; y si me pregunta por mi tío Rogelio le digo que ya merito llega…

Entonces pienso que estamos habitando tiempos paralelos: ella enclavada allá en sus años dorados donde goza de la presencia de sus padres y hermanos; y yo en este tiempo —el real, al menos para mí— donde nada de lo que ella anhela puede materializarse más. Porque encima eso: uno llega allí, digamos, solo. Sin los vínculos primarios de padres, hermanos, amigos. Con suerte con hijos —con un plus de suerte, con hijos dispuestos a atender— pero en el caso de Tello no los hubo.

Personalmente no me imagino, tras un parpadeo, descubrir que el mundo que conocías ha transcurrido. Abrir los ojos y encontrar los rostros de jóvenes enfermeras revisando si necesitas un cambio de pañal. Ceder una memoria capaz de recordar por un terreno extraviado donde se confunden los vivos con los muertos.

Estela cumple este septiembre siete años de viudez. Estela ya no pide; pero se le sigue arreglando con joyería, rubor en las mejillas y colorete en los labios. Por si recibe visitas que sólo ella puede ver.