Por Avelino Gómez
Salimos del confinamiento, pero algo de nosotros se quedó enclaustrado. Quienes enfermaron de COVID cuentan que no olvidan aquella sensación de lenta asfixia, tampoco el momento en que perdieron el sentido del gusto y del olfato. Yo no enfermé, pero perdí la memoria.
Algunos no nos contagiamos. O, tal vez, fuimos asintomáticos. Sin embargo, durante el encierro, debimos experimentar rachas de intempestiva angustia. Tan estresante debió ser la cuarentena, que muchos optamos por olvidarla. En pláticas casuales, cuando un amigo hace referencia a los tiempos de la pandemia, yo suelo atajar con un lacónico “no me acuerdo”. Y es verdad. O quisiera que lo fuera.
No tengo registros memoriosos de esa reciente época. Apenas recuerdo los días de febrero y las tardes de marzo del 2020. Pero el resto de los meses de ese año son una nebulosa, un denso olvido. Quiero suponer que no soy el único. Debe haber otras personas en similares circunstancias. La escritora italiana Natalia Ginzburg (1916-91) escribió, en una de sus novelas, que la memoria es una forma del amor.
Sin memoria no hay apego emocional. Entonces, quizá, esa parte que no recordamos carece de afectos. No hay nada ahí que valga la pena aferrarse.
Debo estar exagerando. O este pensamiento mágico —que se opone a toda lógica— es como un bálsamo, un mecanismo de defensa: si no lo recuerdo, es porque no sucedió. La memoria no traiciona, es uno quien traiciona sus propios recuerdos. Hay acontecimientos que nos gusta recordar tal como deseamos que hubieran sido, y no como realmente fueron. Y hay hechos a los que, mejor, les negamos toda oportunidad de evocación.
Superamos la pandemia, pero tanto se perdió que algunos de aquellos pensamientos y recuerdos los hemos puesto en cuarentena. No, no me acuerdo.