Miniaturas
Por: Rubén Pérez Anguiano*
Las naciones, como los individuos, tienen rincones oscuros en su historia que necesitan iluminar.
Las naciones agresivas guardan traumas relacionados con una derrota imprevista o la pérdida de territorios conquistados. Las naciones pacíficas (o pasivas) enfrentan otro tipo de malos momentos: sufrimientos, injusticias, invasiones.
Como ocurre entre los individuos, las naciones enfrentan sus rincones oscuros de formas complejas. En México, por ejemplo, abrazamos los heroísmos trágicos y renegamos de los momentos victoriosos.
Veámoslo. Somos una nación de mestizos, hijos de castellanos y habitantes originarios. Ninguna de las partes de esa progenie era pura. Los castellanos estaban mestizados de razas ibéricas y celtíberas, luego de romanos y después de moros, es decir, africanos árabes.
Los habitantes originarios o indígenas, por su parte, eran una composición variada de lenguas, fisonomías, corpulencias, temperamentos y comportamientos. Además, estaban en guerra continua unos pueblos con otros.
Descendientes de ese mestizaje de mestizajes (“sincretismo de sincretismos”, decía Octavio Paz), los mexicanos seguimos despreciando a nuestra mitad europea. Todavía decimos: “nos conquistaron”, cuando en realidad los castellanos conquistaron a los pueblos indígenas y nosotros descendemos de unos y otros.
Somos, si quiere, hijos de los conquistadores, lo mismo que de los conquistados, pero abrazamos con fervor la causa perdida.
La única escultura de Colón en la Ciudad de México fue vandalizada durante años por hordas de fanáticos de la pureza original americana y hasta la fecha no tenemos calles, plazas ni escuelas llamadas “Cortés”. No, claro que no, sería un pecado. Mejor tenemos a Cuauhtémoc, el águila que desciende, el héroe doliente, torturado y derrotado.
Al tomar partido por la causa indígena también elegimos una actitud frente a la vida: derrotados con honra por siempre, triunfadores injustos jamás.
En la independencia, celebramos jubilosos el inicio trágico, pero renegamos del final victorioso. Nuestro panteón cívico abunda en referencias heroicas dedicadas a Hidalgo, Morelos, Allende, la Corregidora, en fin, pero guarda silencio frente al consumador: Agustín de Iturbide.
En la Revolución ocurre algo similar. Honramos la memoria de Madero, Carranza, Zapata, Villa, pero se nos escapa el nombre del gran triunfador, el que cerró el capítulo revolucionario para abrir una nueva etapa en la vida de México: Plutarco Elías Calles.
El derrotado, el muerto a traición, el que inicia las gestas sin llegar a concluirlas, es el héroe de nuestra historia. En cambio, el triunfador es el traidor, el poco confiable, el sospechoso, el que da vergüenza.
Otras naciones necesitan reconciliarse con la derrota, la nuestra necesita reconciliarse con la victoria.
Sin esa justa reconciliación con nuestra herencia victoriosa seguiremos atorados en el trauma de lo trágico, buscando eternamente a la bandera para envolvernos en ella y arrojarnos al vacío.
*Rubén Pérez Anguiano, colimense de 55 años, fue secretario de Cultura, Desarrollo Social y General de Gobierno en cuatro administraciones estatales. Ganó certámenes nacionales de oratoria, artículo de fondo, ensayo y fue Mención Honorífica del Premio Nacional de la Juventud en 1987. Tiene publicaciones antológicas de literatura policiaca, letras colimenses y un libro de aforismos.