Para saciar mi sed
Por: Ivonne BARAJAS
Toco a su puerta cinco días a la semana y hago para ella un servicio breve: paseo a su perra. A las 9:00, una hora después, voy a su puerta nuevamente para entregar a Padma llena de lodo, huizapoles y algunas aventuras. La operación es sencilla: recojo, paseo, entrego.
Nos limitamos a ello durante un tiempo, quizá seis meses, hasta que se fue descubriendo en nuestras miradas la curiosidad de conocernos. ¿Quieres un café? En esa invitación, y en otras que vinieron después, se ha tejido lo que considero una fina amistad: hablamos de nuestras familias, de nuestro pasado, de nuestras mascotas, de nuestros libros, nuestras alegrías, nuestras debilidades y nuestros muertos.
Y aunque ronda, calculo, la edad de mi madre, hablo con ella como si el número no impusiera brecha: no alecciona con ese tono que usan los mayores; escucha con unos oídos que registran más allá de lo que me atrevo a decir y de su boca salen apreciaciones que se extienden más allá de lo que es natural escuchar, como si tuviera una onda para registrar todo aquello que queda callado o incompleto; ella lo recoge y sabiamente ofrece una conversación amplia, sin juicios, donde uno verdaderamente llega a sentirse -o recordarse- libre.
Se aflojan las amarras, se hace grande la visión —¡he sentido cómo opera ese cambio en su presencia, en nuestra presencia!— el lío con el que a veces entro va quedando disuelto entre sorbos de café; y soy capaz de marcharme de su casa en un franco estado de frescor: sintiendo con claridad que, el mundo (así con su inmensa lista de defectos) me da espacio suficiente para sonreír, para moverme y para ser. No hay por qué sentirse oprimida cuando disponemos de espacio para desplegar lo que somos.
Toco a su puerta al día siguiente, y una hora después otra vez para entregar a Padma: “Hoy jugó con palos y estuvo persiguiendo ardillas”. Nos miramos, transparentes, a los ojos y a veces viene la pregunta.
Sí quiero.