Recuerdos para saciar mi sed
Por: Ivonne BARAJAS
No me pregunten por qué he estado recordando el colegio: el uniforme azul marino, los taquitos de frijol y papa bañados en salsa verde a la hora del desayuno, a don José guardando escobas y recogedores en la bodega, a la madre superiora que un día de lluvia cayó de bruces en el patio escolar, mi mano sudada sobre el cuaderno tomando un dictado, el temblor del 95 que nos agarró en el tercer piso, la insistencia de mi mamá por convertirme en reina de la primavera, la combi azul celeste que me devolvía a casa después de clases, la preocupación que me causaba que Lucero me superara en calificaciones, las misas en la Sangre de Cristo donde entonábamos las canciones que nos enseñaban las Carmelitas Misioneras.
¿Por qué pienso en todo esto?, ¿Por qué me conmueve ahora un pasado que está tan lejos?, ¿Por qué quiero ir ir abrazar aquella época? Tantos años sin mirarlo y ahora se presenta solicitándome una atención desmedida. Debe ser que aquella niña sigue habitándome y reclamando una atención que se merece. En mi condición, hoy, de adulta quiero y puedo dársela.
Somos un grupo de 25 ó 30 niñas. Estamos sentadas en los mesabancos, mirando al frente; una lección a punto de ser impartida. Hay varias estrellas pegadas a la pared: cada estrella lleva el nombre de una niña y su calificación correspondiente al bimestre anterior. La maestra organiza las estrellas de tal manera que la mejor calificación quede hasta adelante y la peor hasta atrás, evidenciando, por supuesto, a “la mejor” estudiante y a “la peor”. Visto a cinco lustros de distancia —en efecto, la cuenta es correcta— puedo percibir la desazón que me provocaba ese momento: ser expuesta así—en lugar de suponer una motivación para que las de atrás estudiaran más y las de adelante se esforzaran por mantenerse—me parece ruin… pero entonces no podía articular la incomodidad, apenas suponerla. Como estudiante aleccionada e indispuesta a la rebeldía hacía todo lo posible por conquistar las primeras posiciones; una vez logrado, para mi sorpresa, no había alegría sino todo lo contrario: me revestía una ansiedad de tener que hacerlo una y otra y otra vez, quedaba atascada en un ciclo de preocupación sin fin. Todo aquello de las mejores y las peores, lo sé bien hoy, es una triste farsa.
Pasé una infancia de taquicardia, ansiedad, tos nerviosa, uñas mordidas y manos siempre sudadas…y aunque no hubo terrores ni tragedias grandilocuentes, quizá me marcaron aquellos momentos en los que me sentí expuesta o emocionalmente desprotegida.
Algunas ideas que suministraban los adultos comenzaron a sentirse ilógicas y vieron la luz mis propias preguntas; para mí era difícil mantener esas dudas que se sentían como un castigo que me separaba de los demás. Fui construyendo un mundo privado que, ahora, comparto con las buenas y cercanas y fieles amistades y, allí, podemos reírnos de un montón de cosas que no tienen sentido.
Pienso en las infancias que no encuentran paz ni en sus escuelas, ni en sus tablets, ni en sus casas. En los niños rotos que tendrán que reconstruirse en medio de tantas expresiones sutiles (o no) de miedo y dolor. Pienso que en la vida no hay que alimentar tanto las ganas de ser los primeros, sino la mirada amorosa y compasiva que nos acompañe a descubrir quienes somos.