Diario de Educación
Por: Juan Carlos Yáñez Velasco
Con la aprobación de las leyes que regularán el artículo tercero constitucional, la semana pasada en el Senado se consumó la faena prometida por el presidente de la República en campaña: enterró lo que virulentamente calificó como “mal llamada reforma educativa”.
Con las nuevas leyes, General de Educación, para la Carrera de las Maestras y Maestros, así como para la Mejora Continua, comienza otra etapa en el sistema educativo nacional. Pronto empezaremos a observar primeros resultados. No comamos prisa.
Los próximos meses las legislaturas en todas las entidades deberán armonizar las leyes estatales en la materia, tarea no menor si se quiere realizar con esmero y responsabilidad, salvando los detalles que sean precisos entre los vacíos que se han denunciado.
En Colima me tranquiliza saber que la Comisión de Educación, integrada por mujeres de distintos partidos, trabajan unidas y anteponiendo el interés superior de la educación y de las niñas y niños, y así espero que transcurra el proceso que conduzca a actualizar la Ley de Educación del Estado de Colima.
En el país la fractura entre los partidarios de la nueva reforma y los críticos acerbos se profundiza. No voy a criticar a unos y otros, pero en ambos casos se parcializan juicios. Ni toda la reforma educativa de 2013, impulsada fervorosamente desde el Pacto por México, era laboral o punitiva, porque la reforma no era solo la evaluación docente para la permanencia, ni toda la reforma de 2019 se reduce a entregar las plazas al sindicato. Ambas formulaciones me parecen caricaturas desafortunadas. Hay peligros ahora, como los hubo en la anterior y fueron mortales.
Es verdad que la reforma de 2013 se equivocó al comenzar con la evaluación docente a cualquier costo, sin comunicarla suficientemente y privilegiando acuerdos cupulares; también lo es que las comisiones tripartitas que se conformarán para la asignación de plazas o promociones abren la puerta al peor pasado que podíamos evocar, pero ambas reformas van más allá de eso. Otras críticas podrían formularse, es cierto, pero no hay espacio para explayarse.
Me interesa postular un punto de vista desde las escuelas, en los ámbitos donde los maestros trabajaron con una reforma y ahora tendrán que hacerlo con otra. Desde ahí, desde las aulas y las salas de reuniones o la oficina de directores (donde hay oficinas y directores), no se puede continuar ya la confrontación entre posiciones, la batalla de ideas y consignas. La escuela no puede ser territorio comanche, ese espacio del conflicto bélico donde se juega la vida en cada paso.
Maestras y maestros tienen que convivir por encima de las diferencias, ventilando posiciones hasta donde sea necesario o conveniente, pero luego deben tomar acuerdos, constituir el marco de su convivencia y su proyecto pedagógico.
Los maestros tienen que evitar en las aulas y en las escuelas el peligro que se cierne hoy entre los especialistas: que el diálogo sea imposible y las posiciones irreconciliables, que solo se acepte conversar con los iguales en apariencia, con quienes piensan semejante. En la escuela hay una sola bandera que vale la pena enarbolar: la formación de las niñas, los niños y los adolescentes.
Las escuelas no se crearon para dar empleos a los adultos, ni para conformar sindicatos. Las escuelas tienen sentido sí y solo sí como espacios de formación para que los más tiernos y jóvenes sean mejores ciudadanos que nosotros. Los maestros, siendo vitales, somos un medio, nada más, pero sin cuyo esfuerzo la tarea pedagógica es imposible. No perdamos más tiempo, ni el rumbo.