Por Avelino Gómez
Buenos Aires. 2010. Fui a una fiesta. Y fiesta en el sentido estricto: gente divirtiéndose, conociéndose unos a otros, hablando de cualquier cosa y gastando el tiempo en risa, alcohol y música. Fue en una vieja casona del barrio de La Boca que, a pesar de estar remodelada, dejaba ver su antigüedad. Llegué allí acompañado de un amigo chileno y un brasileño. Éramos el preámbulo de un mal chiste: “están un mexicano, un chileno y un brasileño…”, etcétera.
Encontramos gente extraña, pero amables. Había argentinos, desde luego. Pero la gran mayoría eran extranjeros, europeos sobre todo. Estudiantes de posgrado con facha de exconvictos o trotamundos que todavía no encontraban su lugar en el mundo.
Al poco tiempo de llegar al lugar, y entre una cerveza y otra, conocimos a una chica alemana que hablaba un perfecto español con acento chileno. Es decir, hablaba rápido, cantadito y con expresiones entrecortadas. Era extraño, y divertido, escucharla decir frases como: “Este carrete es la raja, po, hay caleta de pilsen, ¿cachai?”. La alemana había vivido en Valparaíso seis meses. En ese tiempo aprendió el español a fuerza de hablar con gente de la calle. No tomó ningún curso. Solo se dedicó a escuchar y repetir frases y modismos. Estaba por regresar a su país, nos dijo, pero antes pasaría un par de semanas en Buenos Aires. Se quejó de que los argentinos no hablaban bien el español.
—Estos boludos no saben nada de castellano, ¿cachai?, —dijo.
—Estoy de acuerdo, incluso los mismos españoles saben nada del castellano —respondió mi amigo brasileño.
Después habló de Valparaíso, con fervor. La entendí. Conozco Valparaíso. Cuando alguien conoce el puerto de Valparaíso es difícil olvidarlo e imposible no extrañarlo.
En esa estábamos, hablando de ciudades, cuando en alguna parte de la fiesta se suscitó un altercado. Nuestro amigo chileno se había enfrascado en una discusión a gritos con uno de sus paisanos. Empezaron a hablar de política y a los cinco minutos estaban listos para liarse a golpes. Uno era pinochetista y el otro admiraba a Allende. Uno era hijo de un militar y el otro de un obrero. Uno era un completo desconocido y el otro era mi amigo. Tomé partido. Si acaso habría golpes, yo arremetería contra el facho. Inesperadamente, la alemana tomó una botella vacía, la blandió en el aire y se preparó para pelear por una causa ajena.
—¡Viva Allende, hijos de la gran puta! —gritó.
Hasta los mismos chilenos se intimidaron ante el grito y el arranque bélico de la chica extranjera. Hubo necesidad de calmarla, porque amenazaba con armar una revolución a botellazos. Poco después, sacaban de la fiesta a los dos chilenos que iniciaron la reyerta. A la alemana no, porque una vez recompuesta de su exabrupto ofreció disculpas por todo, incluso por los excesos cometidos por su pueblo durante la segunda guerra mundial.
El brasileño y yo, solidarios con el amigo chileno, abandonamos también la fiesta. Ya en la calle hicimos recuento de lo acontecido:
—Curioso el comportamiento de la garota, parecía una loca —observó el brasileño.
—Cierto, había algo raro en ella —secundé.
—¡Y cómo no iba a estar loca, po, si vivió en Chile! —terció el chileno, y su cara mostró una mueca de confusa satisfacción.