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La muerte que dota de sentido la vida

Por: Balvanero Balderrama García

Las celebraciones que con motivo del Día de Muertos se realizan en nuestro país, hunden sus raíces en la cosmovisión indígena del inframundo, incorporando elementos del cristianismo, a partir de la conquista, al fusionarse con las festividades de Todos Santos y Fieles Difuntos.

Esto último es de especial relevancia para este rincón del occidente de México, ya que le da nombre a la más grande fiesta en la entidad.

Algunos elementos que se colocan en los altares de muertos, son la cruz de sal; el copal que tiene la finalidad simbólica de purificación; el papel picado, como representación de la alegría que caracteriza al festejo del Día de Muertos.

No pueden faltar las velas que aportan el simbolismo de la luz que guía a los difuntos; el agua, que aporta el elemento de la pureza, además de que los espíritus calmen su sed.

La flor más representativa de esta época, con su color característico, es la de cempasúchil.

En el altar también se colocan calaveras, como un recordatorio para quienes observamos y nos maravillamos con los altares, de la finitud del ser humano; por supuesto, comida, para que al regresar los difuntos puedan disfrutar de sus alimentos preferidos; el pan, en particular, representa la Eucaristía, rito central de la religión católica; y, por supuesto, artículos personales de a quien está dedicado el altar: ropa, juguetes, muebles.

Alrededor de esta fecha, se ofertan un sinnúmero de eventos culturales relacionados: concurso de catrinas, de altares, de calaveras literarias, obras de teatro, escenificaciones de diverso tipo, por mencionar algunas de ellas.

El MODECULT nos indica que el 58.1 por ciento de las personas de 18 y más años, en mayo pasado, asistieron a eventos culturales seleccionados; sería interesante conocer cuántas personas en México participan, de alguna manera, en el Día de Muertos.

La identidad del pueblo mexicano se nutre a través de la preservación de las tradiciones. Las nuevas generaciones abrevan de este conocimiento de las personas mayores, que, como antaño, en una especie de tradición oral-escenificada, se van trasmitiendo de generación en generación, favoreciendo el sentirse orgulloso del pasado común que nos nutre como sociedad.

Como dice Octavio Paz en su Laberinto de la Soledad (1950), a propósito de esta fiesta: “En pocos lugares del mundo se puede vivir un espectáculo parecido al de las grandes fiestas religiosas de México, con sus colores violentos, agrios y puros, sus danzas, ceremonias, fuegos de artificio, trajes insólitos y la inagotable cascada de sorpresas de los frutos, dulces y objetos que se venden esos días en plazas y mercados”.

Y así es, porque, citando al mismo Paz “nuestra muerte ilumina nuestra vida”; ya que, al celebrar esta fiesta, elaborar los altares de muertos, dota de sentido y cobra certeza la propia realidad finita y las aspiraciones por trascender.

balvanero@gmail.com