APUNTES PARA EL FUTURO
Por: Essaú LOPVI
Los huesos no mienten. Se resisten al olvido, a la indiferencia, a la complicidad. En el campo de exterminio de Teuchitlán, Jalisco, los restos calcinados hablan con la furia del fuego que los consumió.
Pares de zapatos ya sin dueño, mochilas sin espalda, libretas con nombres que ya nadie responderá. En el corazón de México, la tierra escupe la verdad: un horror sistemático, impune, que ha convertido al país en un inmenso osario clandestino.
El hallazgo del Rancho Izaguirre, un campo de entrenamiento y exterminio operado por el Cártel Jalisco Nueva Generación (CJNG), no es una historia nueva. Es la continuación de una narrativa de sangre que México lleva décadas escribiendo con el miedo y la desesperación de miles de familias.
Ahí, en esta propiedad en medio de un paraje desolado donde el silencio es cómplice de las autoridades omisas e irresponsables, se encontraron hornos crematorios clandestinos, fosas improvisadas, prendas de cientos de desaparecidos y la confirmación de un crimen de lesa humanidad que el Estado se niega a ver.
Teuchitlán no solo es un cementerio sin cruces, sino un engranaje más de la maquinaria de la muerte. El horror inicia en todas partes, pero una de las tantas pistas, apunta a la Central Camionera de Guadalajara (Tlaquepaque), donde jóvenes en busca de oportunidades son atraídos por falsas promesas de trabajo. No buscan otra cosa que sobrevivir en un país que les ha cerrado las puertas, pero terminan reclutados a la fuerza, torturados, asesinados y reducidos a cenizas.
El CJNG ha perfeccionado el arte de la desaparición. No solo mata, borra. Suprime. Reduce cuerpos a fragmentos óseos y nombres a cenizas. En Teuchitlán, la muerte no era un acto súbito, sino un proceso sistemático. Los que se resisten al adiestramiento o desobedecen son eliminados. Los que nunca debieron estar ahí son sacrificados. Sus historias quedan atrapadas en el hollín de los hornos, en el calor sofocante que impregna el aire de un hedor que las autoridades insisten en ignorar.
Desde 2019, Jalisco encabeza la lista negra de desapariciones en México. En el informe de la Comisión Nacional de Búsqueda ante la ONU, cuatro municipios del estado figuraban entre los diez con más cuerpos recuperados en fosas clandestinas. Pero el hallazgo de Teuchitlán es una revelación aún más atroz: el horror no solo está en las fosas, sino en el aire, en las cenizas, en los hornos que trabajaron sin descanso sabrá dios cuánto tiempo.
Las cifras oficiales no alcanzan a dimensionar la catástrofe. En el rancho se encontraron 200 pares de zapatos, una gran cantidad de mochilas y maletas de viaje, documentos de identidad, libretas con nombres y apodos. Son vestigios de vidas arrebatadas, de padres que seguirán buscando, de madres que jamás recibirán una respuesta. Y mientras los colectivos de búsqueda hacen el trabajo que el gobierno se niega a realizar, la impunidad sigue garantizando que la maquinaria de la muerte no se detenga.
Los colectivos de buscadoras han denunciado que este sitio ya había sido investigado en septiembre de 2024, pero quedó abandonado. No se aseguraron las pruebas, no se exhumaron los cuerpos, no se protegió la zona. La pregunta es inevitable: ¿cómo puede operar un campo de exterminio durante años sin que las autoridades lo sepan? La respuesta es igual de evidente: porque no quieren saberlo.
El Comité contra la Desaparición Forzada de la ONU lo ha dicho con claridad: este es un «crimen perfecto». No porque no deje rastro, sino porque el Estado lo consiente. Los tres niveles de gobierno son responsables: por omisión, por negligencia, por complicidad. Si no intervinieron es porque no les convenía. Si dejaron que los hornos siguieran funcionando es porque el miedo pesa menos que la corrupción.
Los mexicanos vivimos atrapados entre la resignación y la furia. Nos hemos acostumbrado a los hallazgos macabros, a los cementerios improvisados, a los números que crecen mientras la justicia se desvanece. Pero el horror de Teuchitlán no puede pasar desapercibido. No se trata de un crimen aislado, sino de un sistema que ha normalizado la desaparición, el exterminio y el olvido.
El Estado no puede seguir volteando la mirada. La comunidad internacional no puede seguir guardando silencio. Esto no es violencia común, es terrorismo. Esto no es inseguridad, es exterminio.
Las familias seguirán buscando. Los huesos seguirán hablando. Y aunque el fuego intentó borrar la verdad, las cenizas siempre encuentran la forma de revelar la verdad.
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