Crónica sedentaria
Por: Avelino GÓMEZ
No parece. No parece que este año de verdad sea nuevo. Llegó otro calendario, pero el anterior no termina de irse. Tanto así que nos llovió en la (supuesta) primer noche del año (acaso seguirá lloviendo).
Como si el mundo echara un baldazo de agua sobre nosotros, para terminar de quitar algo que no se quiere ir. Y se irá, es seguro, porque la lluvia lava todo. Hasta el corazón de los bichos y de las cosas más insospechadas lava.
Ya verá, veremos el sol. Y el olor a tierra húmeda le traerá a usted un lugar, un rostro o un primer encuentro que hace tiempo no conseguía recordar. Sentirá entonces que algo ya germina.
No se desespere. El verdadero primer día del año viene apenas doblando la esquina. Se habrá tardado, el muy caradura, dando paso a alguna doméstica desgracia, una desilusión, una pérdida. Todavía ayer, usted y yo nos condolíamos por esa partida repentina, por el silencio que nos dejó una ausencia no explicada, incomprensibles. Hoy tampoco dejaremos de dolernos, pero de algún modo tendremos fuerzas para seguir caminando con entereza. Estas líneas, estas palabras en negro sobre blanco son también, y sobre todo, un abrazo.
Por otro lado (es preciso decirlo) a nadie le gusta empezar el año enumerando desgracias. Por eso hacemos propósitos, y promesas. Que se cumplan o no ya es otra cosa. Si no se cumplen, de cualquier modo, cada propósito seguirá ahí, gravitando en nuestra cabeza para recordarnos que somos tan fuertes como débiles, tan divertidos como serios; pero más generosos que egoístas.
Quizás ni usted ni yo nos hemos puesto a pensar que hacer propósitos de año nuevo implica ser y/o estar para los otros. Seguir el ejemplo de un perro, un gato, un canario o un árbol cargado de frutas. Me refiero a asumir el orden y la función que ellos guardan en el universo, así sin más, sin encubrir nada. Estar ahí, ser una certeza para sí mismos y también para los otros. Y una vez que uno se hace a esta idea, que de verdad lo asume, entonces sí, colgar en la pared el nuevo calendario.
Después, toca ir por los días y las calles y las personas como nos venga en gana. Hasta que una mañana —y las que le siguen—-, nos despertemos sonriendo. Sabremos, entonces, que alguno de nuestros propósitos se ha cumplido.