Vivir en el tiempo

PARA SACIAR MI SED
Por: Ivonne BARAJAS 

Es algo mundano.

El fin de semana descubrí que subí de peso; los pantalones se atoraron a la altura de las caderas y precisé un par de saltos para ajustarlos en su sitio. No me preocupa el volumen: tres kilos más o tres menos, da lo mismo. Pero pensé en el tiempo: en los días –uno tras otro tras otro—que se apilaron con comidas copiosas, cervezas, antojos, pasteles. En el trascurso de esos días, el cuerpo parecía no cambiar su forma (o cambiaba de puntillas, en silencio) para luego, casi violentamente, presentar el hecho irrefutable y evidente. Una alta pila de días gozosos me marcaron, y he de desabrochar el botón superior de mis favoritos, unos Levi’s 501, para que prevalezca el buen humor. Si no…

Recordé otros hallazgos en los que mi relación con el tiempo ha operado de la misma manera. No reparo en los cambios minúsculos –microscópicos, pequeñitos, imperceptibles–; e incluso hay una sensación de estarle llevando el ritmo al tiempo, y de pronto: ¡zarpazo! Un descubrimiento brutal, para bien y para mal.

Mi sobrino Octavio a quien dejé balbuceando la última vez que lo vi, apareció tres meses después articulando frases. Me tuve que reponer pronto de una sensación de anonadamiento para seguir disfrutando de las delicias de su cerebro despierto, y acatar su voz de mando que ordenaba: “Tía Ivonne, hay que jugar”.

Mi vecino Mario, otro caso. Yo era adolescente cuando nació: lo conocí desde que era bebé. Lo vi paseando en andadera por las banquetas de la Ricardo Flores Magón e incluso fui testigo de cómo aprendió a caminar. A mis veintes dejé el hogar paterno y aunque iba a veces de visita,  no coincidí más con Mario. Pues bien, lo encontré hace poco convertido en otro: vestía de blanco ¡es enfermero! tenía una barba espesa y montaba una motocicleta. Até cabos enseguida, tenía que ser él, y, ardiendo en furor, fui a buscar a mi mamá a la cocina: “No me digas que ese es Mario” y la puse a espiar por la ventana. Todo fue tan rápido y mi actitud estaba tan desbordada que no me extrañó su respuesta: “Ay, nanga, me asustaste”. Pero sí era.

Una grave sensación de asombro. Y aunque la respuesta es obvia, no puedo evitar la pregunta: Pero… ¿cómo?, ¿cuándo?

Las encías, el brote de los primeros dientes. Comenzar la primaria, graduarse. El primer novio, el segundo, el tercero. La aparición de las canas. Las arrugas incipientes que, con los años, no harán más que pronunciarse. Mirar tu rostro. Seguir siendo tú y al mismo tiempo sentir que te conviertes en otra: ¿Qué hay allí: un desgaste, nuevos surcos, huellas de cansancio? Brincos. A veces para adelante, evolución; y otros para atrás, decadencia. A fin de cuentas, un suspiro.

¿Puede uno, de verdad, decidir? ¿Puede uno, en este vivir en el tiempo, apostarle a la gracia y la dignidad? ¿O basta con aceptar las circunstancias y caer, en picada, cuando el tiempo robe dientes, facultades, y memorias?

A lo mejor, en ese viaje, hasta olvidamos “lo que somos”.

Y quizá sea triste y quizá también sea lo mejor.